Hija de Príamo, rey de Troya, Casandra, sacerdotisa, al no entregarse a Apolo, suscitó su ira y fue castigada con el don de la profecía, pero también con la maldición de que nadie creyera sus palabras. Casandra predijo la caída de Troya y denunció el ingreso de un gigantesco caballo, lleno de guerreros, al interior de los muros intactos de la ciudad. Nadie creyó sus palabras. Como tantos otros mitos de la antigüedad, el de Casandra encierra una verdad profunda: la palabra de las mujeres, como mujeres, cae en oídos sordos.

Las desigualdades han sido habladas y lloradas por siglos por las mujeres. Hay personas que trabajan a diario para disminuir esas realidades. Algunas, en el caso de la salud, muestran datos que revelan cuánto más pierden las mujeres cuando deben salir adelante con sus hijos, casi solas. En cuarentena hay más golpes, ausencias y los sordos aumentan.

Mayo es el mes de homenaje a las madres, en gran parte el domingo es del día de ellas, suele ser una farsa que disfraza el maltrato de los siguientes 364 días. ¿Será este Día de la Madre menos cruel que otros? Probablemente no, hay más tensión, más angustias económicas y pérdidas en cada familia, las cifras desconocidas de tantas cosas malas que han pasado en este 2020 seguramente lo harán más memorable pero lejano a un buen día.

Mi abuela Morronga murió en mayo hace seis años, en estos días he sentido más nostalgia de su risa, más bien carcajada que heredé con orgullo. A mi abuela le encantaba bailar, hacía la siesta como buena paraguaya, pero sospecho que era para poder tener la noche más larga. Porque desde las tardes empezaba la “timba”: ella era maestra impecable para los juegos de azar, desde el bingo hasta las barajas. Seguramente esa habilidad la llevó a saber siempre que la vida es como un juego que hay que tomar de frente para tratar de divertirnos incluso si perdemos, al cabo vendrán otras partidas y la buena compañía de la gente que quiere hacer la diferencia del tiempo que estamos por esta tierra.

Estos días se han ido muchas abuelas, ellas, que cual hechiceras nos contaban las historias de nuestras familias y sabían cuántos problemas vendrían en caballos de madera del futuro. No aprendimos mucho de glorias, certezas, ni siquiera de la seguridad que deparaba el mañana, sino a abrazar la paradoja vital. Y así, actuar por abrumadas que nos encontrara la partida. Seguir barriendo, buscar en las cosas pequeñas la alegría de vivir y la ternura, hablar con nuestros viejos. Por eso incluso ahora que nos conmueve la partida de otras mujeres grandes, que nos dejan huérfanos de sus risas y caricias, recordamos cómo con sus pasos serenos nos decían: tranquila, esto también pasará. Todo va a estar bien.

Este mes debe ser para actuar, ya no solo mirar alrededor a la gente que sufre. Protestar por algunas mujeres abandonadas, como si fueran propias. Aunque estamos extrañando abrazos, mi pírrico consuelo es mantener ese calor que me dieron mis cuatro abuelos, mi privilegio de tener un poco de ellos, haber conocido sus cuentos para nunca dejar de tenerlos cerca. Ser así más paciente, querer bien a mi gente, afrontar los desafíos para, ojalá, algún día ser una digna Casandra.

(O)