“De pronto se desató en el lago una tempestad tan fuerte que las olas cubrían la barca. Pero Jesús se había dormido. Sus discípulos fueron a despertarle diciendo: —¡Señor, sálvanos! ¡Nos estamos hundiendo! Él les contestó: —¿Por qué tenéis miedo? ¡Hombres de poca fe! Dicho esto se levantó, dio una orden al viento y al mar, y todo quedó completamente en calma” (Mateo, 8:24-26).

La educación en colegios católicos, ¿asegura una fe consistente y una devoción consecuente? No para todos. Seis años de catecismo punitivo durante la primaria, más misa en latín seis días a la semana, y confesiones-comuniones regulares, no hicieron de mí un niño piadoso ni un católico ejemplar. Me dieron una aproximación primera a la llamada Historia Sagrada que aprecio como un legado cultural. Pero, sobre todo, me inocularon la lógica del pecado, la expiación y la culpa, como si el cristianismo se redujera básicamente a eso. Me tomó buena parte de mi vida adulta y algunas horas de análisis trabajar sobre aquello y sobre mi creencia en Dios.

Por ello, me resultó conmovedora la bendición Urbi et Orbi que el papa Francisco celebró el viernes 27 de marzo reciente para todos los católicos del planeta, motivada por la pandemia que nos azota. Asumí que el cristianismo tiene un borde habitualmente tapado por la sobrestimación de los ritos, la amenaza del castigo y la promesa de la vida eterna. Un borde ahogado bajo una montaña de rezos, genuflexiones y penitencias inútiles. Un borde oculto por los escándalos que agobian a la Iglesia católica en lo relacionado con los curas pederastas y las finanzas del Vaticano. Me refiero al borde solidario de la enseñanza de Cristo, sobre el amor al semejante, la tolerancia de las diferencias y el reconocimiento de la falibilidad e impotencia de los seres humanos frente a lo que nos “desborda”.

En los días que corren, lentos y vertiginosos a la vez, se dice que la pandemia es un desastre de “proporciones bíblicas”. La homilía de Francisco nos remite a lo que la humanidad del siglo XXI ha hecho con su “condición humana”: consumo, acumulación, devastación de la naturaleza, egoísmo, indiferencia ante el sufrimiento del semejante y apología de los goces ilimitados. En ese panorama de infrahumanidad, solo resta significar la peste actual como un recordatorio de nuestra insignificancia, que nos permita dar un giro a nuestra vida presente. O como un “castigo divino” en los códigos del catecismo que me hicieron aprender de memoria desde los 6 hasta los 12 años. Aunque por otros lados, también podríamos consolarnos con las explicaciones ecologistas, los inteligentísimos pero imprácticos análisis filosófico-políticos de los intelectuales de moda, las teorías de la conspiración china, o la predecible jaculatoria psicoanalítica que nos recuerda nuestra condición de sujetos en falta frente al real indecible.

Muy sabios y muy inteligentes, pero igualmente jodidos y sin alternativas claras. Cada uno inventará su salida y su cambio particular, porque difícilmente las cosas serán como antes. Pero no podrá hacerlo sin recurrir a los demás, recibiendo y prestando ayuda, para no hundirnos todos. Es una enseñanza fundamental del discurso de Francisco, para la ciudad y para el mundo, más allá de la creencia en Dios. (O)