Es fácil la unidad de los uniformes; fácil y también estéril. La que sí tiene sentido, en cambio, es la unidad de la diversidad. Esa es la que vale, la fecunda. También es la difícil. Pero resulta que por una de esas desgracias colectivas que ocurren en la historia, hemos caído en una época de exaltación de unidad fácil, vacía, infecunda, endogámica y aburrida; en la unidad de los uniformes, esa que solo sirve como pantalla de la unidad verdadera.

Apareció de nuevo la idea recurrente de la unidad con la película india El último virrey (Viceroy’s House), de Gurinder Chadha, que recrea la partición de la India por los británicos en 1948. La tesis de la película (y del libro que la inspira) es que eso se decidió en algún escritorio de Londres y se le impuso a Lord Luis Mountbatten –el último virrey– sin que casi se diera cuenta. Es que la independencia de la India fue sobre todo y más que nada la partición de ese inmenso protectorado británico en dos nuevos países, con el pretexto de dar un territorio a los musulmanes y otro a los hindúes. Así nacieron la India y Paquistán, pero más que a las religiones o las razas, la división obedecía al viejo principio de la diplomacia británica: divide y vencerás.

Era tan loca aquella partición que Paquistán tenía una parte de su territorio al este y otra al oeste de la India, que como era de esperar terminó dando nacimiento a un tercer país: Bangladesh. Pero en la India de entonces, como en gran parte del mundo de ahora, están ganando los que, con el pretexto de unir, quieren dividir a toda costa, quizá para seguir venciendo. En aquellos años el gran profeta de la unión de la India fue el Mahatma Gandhi, que se resistió todo lo que pudo a la división. Para Gandhi el desafío era vivir juntos hindúes y musulmanes, precisamente por la riqueza de la diversidad o por la pobreza de la uniformidad.

Algo parecido ocurre hoy en realidades tan diferentes y apartadas como Israel, Gran Bretaña o España. En la misma época que la India, la ONU decidió también la partición de Palestina y la creación de Israel, un estado judío en medio de un mundo adverso de árabes musulmanes y cristianos. Hannah Arendt fue la Mahatma Gandhi de Medio Oriente: proponía un Estado binacional judío-árabe, porque creía que ambos pueblos podían convivir como amigos en una patria compartida. Pero ganó de nuevo la división y ahí los tenemos peleando todo el tiempo, uniformes contra uniformes.

La Unión Europea es el gran desafío de la convivencia entre diferentes. Llegaron a ser 27 países (ahora 26) los que lograron unir sus voluntades para crear un marco común de convivencia que garantizara la paz en el continente de las guerras. Y esa fuerza centrípeta hoy parece convertirse en centrífuga por culpa del egoísmo uniforme de los ingleses. Ingleses y no británicos, porque fueron los habitantes de las ciudades industriales del interior de Inglaterra y Gales quienes inclinaron la votación a favor de escaparse de Europa, en contra de la opinión mayoritaria en Escocia e Irlanda del Norte.

Desde la época de los reyes católicos, España es la unión de los reinos de León, Castilla, Navarra y Aragón, sumados al reino de Granada, conquistado a los moros por Fernando e Isabel en 1492. El escudo de España muestra desde entonces esa unidad: allí conviven todavía las barras de Aragón, las cadenas de Navarra, el león, el castillo y la granada. Pero algunos catalanes insisten con la unidad uniforme de ser solo catalanes.

La unidad está presente también en el lema y el escudo de los Estados Unidos: e pluribus unum, trece letras en latín –representan a los trece estados fundadores– recuerdan a sus ciudadanos que la riqueza de esa nación no son sus recursos naturales sino la unidad en la diversidad. Esa unión es garantía de fecundidad, innovación, inteligencia, fortaleza, riqueza, progreso y muchas otras necesidades que también tenemos los que vivimos la unión ficticia de la América mestiza: ojalá lo aprendamos. (O)