Al menos dos acontecimientos cruciales de su vida ocurrieron en 1959. En el mes de septiembre, con 18 años y una guitarra a cuestas, deja el pueblo de Hibbing, en el que creció escuchando a Elvis Presley, y se traslada a Minneapolis. El otro gran acontecimiento tuvo lugar meses atrás, en febrero: la diminuta avioneta en la que viajaba el compositor Buddy Holly se estrelló en un campo de maíz del Estado de Iowa. Más de medio siglo después, Robert Zimmerman, que pasaría a la historia de la música y la poesía como Bob Dylan, diría sobre el año 59 y su adorado Buddy Holly, en su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura: “Desde el primer momento que lo escuché me sentí conectado, relacionado, como si fuera mi hermano mayor”. Contó que recorrió cientos de kilómetros para verlo, que era poderoso y eletrificante: “veía su cara, sus manos, la manera en la que movía el pie, sus lentes negros y grandes, los ojos detrás de esos lentes; la manera en la que se aferraba a su guitarra, la manera en la que se paraba”.

Si algo define a la región estadounidense del Midwest es su cercanía a los Grandes Lagos, su frontera natural con Canadá. La sensación térmica es de menos cinco grados cuando abandono el avión que me ha traído a Detroit. Mi cuerpo se entumece, me fatigo y la nariz se me congestiona. Me gusta creer, para aliviarme o autoengañarme, que el viento helado les da claridad a mis ideas. Mientras camino al bus que me llevará a Ann Arbor, la ciudad de 114 mil habitantes en donde se halla la Universidad de Michigan, para no morirme de frío trato de recordar el calor de las guaguas de pan que cociné el fin de semana en Nueva York. Lo hice por el Día de los Difuntos. Utilicé la receta de mi abuela Jona. Esta noche veré, por primera y única vez en mi vida, un concierto de Bob Dylan. Su Never ending tour.

La época en Minneapolis fue fundamental para el joven músico. Había empezado estudios en la Universidad de Minnesota y tocaba en una pequeña cafetería cerca del campus. Su inicial devoción al rock se volvió insuficiente. “Supe que cuando me metí en la música folk, era una cosa más seria. Las canciones estaban llenas de tristeza, de triunfo, de fe en lo sobrenatural, y tenían sentimientos más profundos”. La misma capacidad de fusión, que tanto admiró en Buddy Holly, sería su propia marca. En todo eso pienso mientras espero a que empiece su concierto, la noche del 6 de noviembre de 2019, en el Hil Auditorium de Ann Arbor. El aforo, que tiene capacidad para 3.500 personas, está repleto. Seguro que el promedio de edad, al menos, es de 60 años. En realidad, la mayoría de las personas se ven contemporáneos de mis abuelos.

Poco que decir, mucho que ver y sentir es este concierto. La música, en primer lugar, está llena de imágenes, evocaciones de tiempos pasados, la nostalgia por una amistad antigua. Bob Dylan, que nació el 24 de mayo de 1941 en el Midwest y hoy tiene 78 años, retira sus manos del teclado y empieza a caminar lentamente hacia el centro del escenario. Lo hace con lentitud y felicidad. Usa un terno oscuro, con puntos brillantes y corte de basta ancha. Sus botas son de cuero blanco. Camina como tambaleándose contra el viento de un huracán. Es débil, pero también es sólido. Se detiene en medio de su banda y sin ver al público toma el micrófono. Canta The Times They Are a-Changin.

Bob Dylan, parado sobre el escenario, es una imagen que arde. Toca la armónica. Luego, cuando canta, no le preocupa si su voz se escucha demasiado vieja, desafinada. Canta consciente de que su voz es una fiesta. La suya ya no es la parada del joven que llegó a Nueva York en 1960, con su guitarra en bandolera y un sombrero. Se para sobre la tierra con la conmoción del Titánic cuando se hunde en el mar, con el temblor de un tornado, con la fascinación de quien ha recuperado para siempre la juventud. El Nobel de Literatura, el Oscar de la Academia, los Gramys, la gloria, no cuentan. Nunca contaron. Es un corazón que late, la voz extraña que rompe el hielo, un cuerpo que responde al ritmo de las primeras palabras y los primeros sonidos. Un rapsoda, un aeda. Es el legado de Homero, del ágora, del poema de Gilgamesh.

No canta las más famosas de sus canciones. No le interesa. Está el amor a la canción, al lenguaje, a la compasión humana. Está el ser que nació para crear música y que lo hará hasta el día de su muerte, como diría Kerouac, en medio de risas y sin rendirse, mundano y sagrado. Está el cuerpo de casi 80 años que un día salió del Midwest y que ha vuelto, después de ver la caída de Troya, el ruego de Príamo a Aquiles, las aventuras con los gigantes, los cíclopes, las sirenas. Vuelve, dejando la vejez en el camino, con su guitarra y su armónica. Ordena sus partituras, sonríe. Es el mismo joven que nació en 1941, al igual que mi abuela Jona Larco. Pienso en ella en este concierto porqué siempre me he preguntado de donde le nacen las fuerzas y la ilusión que tiene cada año, para cocinar la colada morada, la fanesca de Semana Santa, los pristiños de Navidad, toda su comida que para mí es el Ecuador. Toda la fe que cada domingo le empuja, cada vez más lenta y más digna, a la iglesia. Su amor a la vida, a lo sobrenatural, a los sentimientos más profundos. Creo que por fin, luego de ver a Bob Dylan parado sobre el planeta, sonriente y místico, lo he entendido. (O)