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‘Basta vivir para ver’, decían nuestros mayores: padres, tíos, abuelos. Ellos se extrañaban cuando las costumbres empezaban a cambiar, cuando llegaban al pueblo desconocidos. Con esta gente mayor que vivía a nuestro lado o, mejor, nosotros que vivíamos bajo su cobijo, respirábamos un aire sano, comulgábamos idénticos valores, su cercanía nos regalaba seguridad, alegría y confianza. Era un clima afectivo y respetuoso sin muchos cánones: sencillamente seguíamos el ejemplo de los mayores porque ‘las palabras mueven pero los ejemplos arrastran’.

Compartir era natural y lógico, entonces. Si aparecía el egoísmo se lo combatía al igual que la maleza. La envidia, nos decían, crece en corazones rebeldes con Dios y desagradecidos. El respeto no se nos imponía, mejor, el respeto se imponía solo, porque nuestros mayores eran personas que sabían conducirse, que tenían modales mesurados y que entre toda la familia reinaba una estrecha relación de amor y amistad. La hospitalidad no se cultivaba como una virtud sino como algo natural: ayudar a quien tenía necesidad de albergue. Naturalmente eran tiempos donde casi todos nos conocíamos y la inseguridad aún no germinaba. Recuerdo que mi madre, Zoila Torres Íñiguez, alguna vez recibió de alguien este reproche: usted, Zoilita, trata al huésped mejor que a los de casa. Ella, con la sonrisa que siempre adornó su rostro y con la convicción de un corazón creyente contestó: “¡Cuando alguien llega a nuestra casa es Dios que nos pide posada!”.

El templo parroquial, la escuela del pueblo, caminos vecinales, canales de riego y otras obras en buena parte se hicieron a través de mingas, es decir, de acciones comunitarias donde todos trabajaban: chicos y grandes, hombres y mujeres. Una minga era un día de fiesta. Era el momento de regalar energías en bien de una causa comunitaria. Al final esto derivaba en una mayor cercanía entre vecinos y en el cuidado de las obras que habían costado horas de esfuerzos. Todos entregaban lo que tenían: su esfuerzo, su tiempo, agua para la sed, alimentación ligera, dinero para materiales, en fin, lo que se tenía y se podía.

Un amigo lidera, en algún rincón patrio, la construcción de un parque comunal porque en el sector donde vive no hay vegetación y el viento y el polvo son enemigos declarados de la salud de infantes y mayores. Gente trabajadora, sencilla y amable, no tiene dinero para colaborar pero hace comidas, bingos, sorteos diversos, porque cree que el parque es necesario; amigos personales, familiares y algunas instituciones educativas le apoyan en su proyecto. Pero me dice también: ‘lo que pasa es que quienes pueden ayudar han cosido sus bolsillos para no cargar dinero. ‘No tengo ahora’, es la excusa. Las chequeras están lejos, las tarjetas no funcionan y así… quienes más tienen –quizá por eso tengan más– poseen mil excusas: ¡sí, hermano, más tarde, claro que sí, te felicito, adelante, qué buena obra! Vivimos la sociedad de los bolsillos cosidos y los corazones insensibles. La hipocresía está de vuelta.

¡No sé si el pasado fue mejor… pero el presente y el futuro me preocupan!

(O)