Nuestro invitado
No hay duda de que la legitimidad de origen de los nuevos miembros del CPCCS proviene de las urnas. Pero cuando revisamos las estadísticas del CNE, observamos que de los 10’743.785 electores, más de dos millones no asistieron a sufragar, absteniéndose de participar. Más de cinco millones votaron blanco y nulo; resulta entonces que el 70% de los votantes no escogieron a ninguno de los miembros elegidos. Por lo que se infiere que la legitimidad de origen es deleznable.
Sabiendo que la mayoría de los ecuatorianos quiere que el famoso Consejo desaparezca del texto constitucional, los nuevos miembros con el sacerdote elegido como presidente, en vez de hacer un esfuerzo para preservar la legitimidad en su ejercicio, en poquísimos días han malgastado su irrisorio capital político, cosechando abundante ilegitimidad. Al parecer no entendieron que una vez elegidos, son parte de un órgano del Estado de derecho y no la representación política hechizada por el correísmo.
Ya no se trata solamente del controvertido fraile dominico, que al parecer inscribió su candidatura contrariando disposiciones de la ley. Al comparecer como un vicario de Dios, con hábito y atuendo sacerdotal, logró una fraudulenta ventaja por sobre otros candidatos, y engañó a los electores.
El pintoresco sacerdote, en inútil derroche de arrogancia y desprecio a todos los ciudadanos, dirá que su interlocutor no son los ministros de Estado sino el presidente de la República. En pocos días, los testimonios en los medios como en las redes sociales ponen al descubierto que habría presentado documentación falsa para inscribir su candidatura. Además de engañar y desobedecer las disposiciones de la orden religiosa a la que pertenece. Bien ha hecho la Iglesia católica, en el contexto del Estado laico, tomar distancia ante sus deplorables desatinos.
En vez de admitir que ha mentido y pedir perdón como cristiano, llamando a la unidad y a la concordia, como exige la racionalidad democrática, deviene en un actor político mesiánico y agresivo, ofreciendo que va “a exorcizar al país de sus males y limpiar su alma”. Ignora la necesidad de la regeneración institucional destrozada en los diez años de atraco, increpa a los medios de comunicación, afirmando que representan intereses políticos, se declara un mártir y perseguido, comparándose con Jesucristo. Pregonando que la espada de Bolívar camina por América Latina, encendido y exaltado grita contra los “lobos hambrientos” (Stalin decía perros hambrientos) que según él quieren tomarse las funciones del Estado. En fin, en su grotesco y calenturiento populismo, la democracia se reduce al drama entre los fieles y los demonios. Donde los ciudadanos y las instituciones no caben. Un imaginario retorno a la despótica noche medieval.
El sacerdote al que nos referimos tiene dificultades para comprender la dinámica de la democracia, en la que hay ciudadanos y no fieles serviciales a un caudillo, o los adjetivados lobos hambrientos por no ser reverentes con el infalible y sacralizado jefe.
Con pequeña inteligencia ha desperdiciado la escasa legitimidad de origen para ganar amplia ilegitimidad en los pocos días de ejercicio. En vez de actuar como un alto y prudente funcionario del Estado, procede como un elefante en una tienda de cristales. ¡Qué difícil resulta reparar la demolida institucionalidad! (O)