Las personas vanidosas tenemos una manía que delata nuestra inseguridad crónica: andamos por la vida mirándonos compulsivamente al espejo. Y como no nos bastan los espejos de tiendas, carros y ascensores, escaleras eléctricas, baños y bares, no bastan los espejos propios o ajenos (qué vanidoso no se ha mirado a escondidas en el espejo lateral de un carro cualquiera, aparcado en el lugar justo), nuestra mirada busca inquieta aunque sea el más tenue reflejo en vitrinas y ventanas. Es tal la inseguridad del vanidoso que constantemente necesita cerciorarse de que sí, que todavía se ve bien, o intentar convencerse de que no se ve tan mal como hace dos minutos, que quizá si se arregla un poco el pelo para un lado, si saca los labios o mete la panza… Nunca estamos satisfechos con nosotros mismos los vanidosos. Si nos elogian nos hinchamos de felicidad pero inmediatamente nos desinfla el temor, la secreta sospecha de que no merecemos el aplauso. Al vanidoso le carcome el presentimiento de que nunca nada de lo que haga será lo suficientemente bueno, nunca se verá como tendría que verse ni logrará lo que tendría que haber logrado. Y en lugar de darse por vencido se pasa la vida aparentando ser grande aunque se sienta pequeño. El ego del vanidoso es como una pelota ponchada a la cual hay que echarle aire una y otra vez porque enseguida lo pierde.
Hay dos tipos de vanidosos: el consciente y el inconsciente. El que sabe que es vanidoso reconoce su vicio, y aunque ande por la vida de antipático, tiene momentos de lucidez y humildad. Como sabe que en el fondo todos somos unos farsantes (aparentando aciertos y éxitos cuando en realidad vivimos en una alocada comedia de errores), el vanidoso consciente de su debilidad busca alivio en el humor. Nada más efectivo para curar la vanidad que el humor y la consciencia de la finitud del cuerpo y de las cosas de esta vida. Como esa terapia de shock que me di de camino a una cita: me iba mirando en las vitrinas de las tiendas para cerciorarme de que no desapareciera la ilusión de “verme bien”, una y otra vez me examinaba las arrugas y el pelo en las vitrinas cuando de repente noté mi reflejo enmarcado por un objeto oscuro que se encontraba tras el ventanal de la tienda: era una urna funeraria, observándome en silencio…
Pero el vanidoso cuya vanidad ha tomado control absoluto de su vida se vuelve incapaz de reconocer el error (y horror) en el que vive. Es tan enorme su inseguridad y tan angustiante el vacío, que es capaz de llegar hasta las últimas consecuencias para probar al mundo que es la persona grandiosa que dice ser. Es capaz de las mentiras más absurdas y malignas, los engaños más nefastos, las acciones más extremas. Es un desorden complejo y brutal, esa vanidad ciega a la cual los psicólogos describen como personalidad narcisista.
El Narciso de la mitología griega era un vanidoso tan vanidoso que viendo su reflejo en las aguas se enamoró tan perdidamente de sí mismo que se ahogó intentando alcanzarse. “Conócete a ti mismo”, decía el sabio oráculo, y si Narciso hubiera sido consciente de los peligros de su vanidad quizá habría evitado que acabara con su vida. Pero ciegos a su naturaleza, los narcisistas se dañan no solo a sí mismos sino a quienes los rodean. Y qué cantidad de narcisistas nos gobiernan hoy en día…
Ya seamos vanidosillos inofensivos o verdaderos monstruos del ego, lo cierto es que el mundo actual es un paraíso de la vanidad. Nunca ha tenido la humanidad a su disposición tantas maneras de inflarse el ego. El vanidoso ya no tiene que conformarse con su imagen en el espejo. Puede tomarse una foto y consultar a la humanidad: ¿qué opinan, nocierto que estoy precioso? O puede tuitear las brillantes ideas que se le acaban de ocurrir, o filmarse haciendo o diciendo cosas que considera dignas de compartir con el mundo. E inmediatamente empezarán a llover las flores. O los huevos. Porque así como es un mundo donde podemos cosechar alabanzas sin medida, así mismo podemos convertirnos, de la noche a la mañana, en blanco del odio más feroz y desbocado que se viraliza incontenible por las redes. Lleno de espejos y tarimas, reales y virtuales, el nuestro es un mundo paradisíaco para los vanidosos. O infernal.
La condena es que te importe demasiado lo que otros piensen y digan sobre ti, que te regocijen los aplausos y te enfurezca la crítica. El vanidoso está a merced de los otros justamente porque no halla forma de amarse a sí mismo, de amarse con compasión y ternura, amarse cuando gana pero especialmente cuando pierde. No sabe aceptar sus errores y enmendarlos, lo cual es la forma más elevada del amor. (O)