Ochenta mil es un número que asusta cuando se trata de candidatos. Redondeando, esa es la cifra a la que llega la lista de aspirantes a cargos públicos en la elección del domingo 24. Sin duda, es una enormidad. Pero, antes de atribuirla solamente a la ambición de quienes ven en la elección su medio minuto de fama, hay explicaciones que la hacen menos dramática, pero que demuestran a la vez y contradictoriamente que el problema es más serio.

La primera es que ningún elector tendrá que escoger dentro de ese universo total, ya que deberá hacerlo exclusivamente entre quienes compiten en su circunscripción. Por tanto, la oferta real para cada persona es menor, aunque sigue siendo muy alta tanto en relación a elecciones anteriores como en lo que se refiere a la capacidad de selección y discernimiento de los seres humanos. Es una abundancia que genera confusión, produce decisiones irracionales y arroja resultados contrarios al propio interés. El elector se enfrenta a un quebradero de cabeza, como el de los clientes y consumidores ante el aluvión de marcas en la percha del supermercado o el bombardeo de eslóganes en la televisión. La saturación exige una decisión rápida y desesperada, que se agudiza porque sin el certificado de votación se pierden derechos básicos.

La segunda explicación es el número de cargos en disputa. Son 5.675, a los que se deben sumar suplentes (en concejales, juntas parroquiales, consejeros del CPCCS) y subrogantes (en las prefecturas). En total, si un partido quisiera presentar candidatos a todos los puestos en disputa, necesitaría más de 11.000 personas. El origen de este absurdo proviene del régimen político-administrativo y su correspondiente sistema electoral. El problema central –aunque no el único– se encuentra en una concepción demagógica de los niveles de representación ciudadana, plasmada en la Constitución de 1998 y mantenida en la de 2008, que estableció la elección de los miembros de juntas parroquiales rurales. Son 4.089 integrantes de estas, con sus respectivos suplentes, que apenas disponen de unos cientos de dólares anuales de presupuesto. Demasiadas personas para un cargo ineficiente que debería sustituirse con formas de participación espontánea y libre.

La tercera explicación proviene también de las normas imperantes. Son suficientes las firmas de familiares y amigos cercanos para conformar una organización política y presentar candidaturas. De esas disposiciones provienen los 280 membretes que compiten en esta elección. Si alguien dijo que los partidos son “atajos cognitivos” para que las personas de la calle puedan formarse una opinión y arribar a decisiones, tendría que aclarar que no hablaba de Ecuador. En ese maremágnum es imposible que los partidos, incluso los más viejos y amnésicos herederos de una ideología, puedan orientar a la ciudadanía. La contienda se reduce a personas, rostros, simpatías, campaña publicitaria.

Con esos números no se puede esperar que esta sea una elección que ofrezca certezas sobre el rumbo del país. Anticipándose a la Semana Santa, recibiremos una fanesca hecha por inexpertos, sin receta, con granos crudos, pescado de tres días y leche agria.

(O)