La carrera electoral desató un carnaval de ofertas como rebajas en multas de tránsito, mejoras habitacionales, centros de rehabilitación de adicciones, freno a los abusos contra trabajadores informales, microcréditos, reforzamiento de seguridad vial, empleos, universidad gratuita, drones de reconocimiento facial antidelincuencia, etcétera. Unas realizables, otras fantásticas; excediendo facultades entre inocente optimismo y repetida demagogia. Políticos recorridos –algunos cuestionados– se aferran a cargos, “resucitan” para “sacrificarse” por la patria. Se suman novatos ansiosos pugnando engrosar una clase gobernante desacreditada. Solicitan votos a trabajadoras, vendedores ambulantes, adultos mayores, estudiantes desesperanzados. Se envuelven la tricolor, comulgan, saludan a desahuciados y vagabundos. Ahora son “amigos” de jóvenes hacheros, paladines de perros, gatos, del medio ambiente, despliegan maquinarias, publicitan avances de obras, prometen sobre el mismo lodo no erradicado. Varios son encarados por furiosos pobladores. Este hervor electoral deja la sensación del país jugado al azar, donde multitudes compiten para ganárselo.

Nuestra Constitución permite ser candidato a cualquier persona que cumpla los requisitos, y en sus estipulados conmina a los funcionarios públicos a ejercer en beneficio colectivo, con altas dosis de capacidad, eficacia, eficiencia, honestidad, transparencia. La actual contienda presenta casos donde el nivel de propuestas, algunas declaraciones, la improvisación y ciertas performances, siembra dudas en determinados postulantes. Prima el clientelismo fanatizado, ciudadanos desapoderados, esperanzados en ofrecimientos, alimentando sus aspiraciones en una actividad que perdió la brújula; donde el cálculo político supera los valores, la rectitud, el bien común. Por otra parte, hay funcionarios cuestionados aferrados a la reelección. ¿Acaso ven en la política un eterno negocio?; ¿tratan de monopolizar el sector público?; usarlo al servicio de contertulios, no del pueblo, muchas veces cómplice de esa ecuación perversa: democracia/populismo/corrupción estancándonos como sociedad. ¿Cómo garantizamos elegir a los mejores y blindarlos para no sucumbir en una administración pública en proceso de depuración? Hoy necesitamos mucho más de individuos probos, competentes apoyando esa labor.

Seguro existen candidatos bien intencionados, pero no estoy optimista de que las próximas elecciones mejoren de manera significativa nuestro panorama. La institucionalidad está maleada, el tejido social roto. Requerimos más que nuevos rostros para exterminar la corrupción enquistada y poder recuperarnos. No obstante, según el ejercicio democrático, el Consejo Nacional Electoral (CNE) está obligado a “cantar” las fichas alto y claro, para recobrar la confianza popular, alerta por denuncias en algunas Juntas Provinciales de supuestas inconsistencias favoreciendo a ciertos partidos; los ciudadanos precisan jugar bien sus tablas; los elegidos deberse al pueblo, no al revés. El filósofo Emilio Lledó afirma que, salvo ciertas excepciones, la política está generalmente en manos de ignorantes y los políticos se corroen de tanto mentir. ¿Cuánto de esas palabras nos calza?, ¿qué episodios de nuestra realidad reflejan?, ¿tendrá culpa la ciudadanía al momento de elegir?

“¡Bingooo!”, gritan algunos en un barrio. Toca compartir el premio mayor. Varios niños corren con víveres. Saciarán sus estómagos un par de días. Yo imagino unos sufragios donde exclamen “¡Bingooo!” el pueblo, la democracia, la honestidad, los postulantes con mucha hambre de servir, no aquellos con ganas de servirse. (O)