Hay miedos lentos, de a pie, que nos acompañan toda la vida. Se justifican con razones sólidas: una aversión infantil, un accidente del pasado que dejó instalada en la memoria un mal rato. Ese perro que sacó sus fauces entre una reja y tropezó nuestra mano. Aquella bicicleta en la que no pudimos mantener el equilibrio. De esos hay colección y con ellos se lidia en la constante batalla de la vida.

Hay otros que acuña el medio, la repetición de actos amenazantes sobre el prójimo y que pueden salirnos al paso por el hecho de convivir en tal barrio y en cual ciudad. Los riesgos de detenerse en un semáforo, de transitar por una zona, de salir del banco con caudales relativamente considerables. Y todo eso se convierte en una sobrecarga de la conciencia para estar constantemente alerta, para no bajar la guardia. Exacerba durante un tiempo, pero se hace habitual.

Hay miedos a largo plazo. Esos que se enganchan en algún punto de nuestro ADN y suponen una herencia peligrosa. El familiar que cayó con cáncer, con alzhéimer y nos abre la perspectiva de nuestra posibilidad y la de nuestros seres más cercanos. Otros más materiales: estabilidad del trabajo, cambios urbanos en nuestro entorno domiciliario que afecten la paz del convivir, claridad y armonía en las relaciones que tienen arraigo en nuestros afectos.

Como se ve, nadie puede vivir al margen de los zarpazos que pueden alterar las etapas del existir que siempre deseamos próspero, sano, evolutivo, en ese panorama esperanzador que se inaugura cuando se brinda cada 31 de diciembre y se expresan los anhelos por el nuevo periodo. Indeclinablemente, las personas desean felicidad, aunque cada una tenga ideas diferentes de cómo la sueña y la consigue.

Los miedos sorpresivos son los desquiciantes. Los que estallan ante los signos de lo inesperado –una tormenta, un ciclón, un sismo–, los que no dan tiempo para el resguardo o, simplemente, levantan la ola de la irracionalidad que nos abruma y nos hace perder lucidez y dominio. El cuerpo moviliza sus signos: palpitaciones, sudores, engarrotamiento, oscuridad mental; la garganta no quiere tragar, la respiración busca más aire. Pienso en las sociedades que pasaron por guerras y tuvieron que orientar a sus poblaciones a los bombardeos, en adultos y niños corriendo a los refugios; pienso en el pueblo judío esperando que la guadaña nazi tocara sus puertas; reparo en los hermanos del mundo entero agazapados detrás de lo que pudiera protegerlos de las tenazas de las dictaduras, de los tentáculos del terrorismo.

Los criminales silenciosos no nos dan tiempo para sentir miedo. Disparan a los grupos desprevenidos, echan vehículos sobre los peatones cotidianos, ponen bombas en medio de conjuntos dedicados a tareas comunes. La condición humana se volatiliza de lado y lado: convierte a los verdugos en monstruos, a las víctimas en carne deshecha.

Así y todo, nos afanamos en la sabiduría de vivir. Los gobiernos están en la obligación de cuidarnos con todo lo que puedan llamarse medidas de prevención. La educación debe poner puntales en los espíritus que crecen para alimentar la humanidad. Cada persona se aplica en velar por el valioso hecho de existir, único e irrepetible. (O)