Claro que existen ideas radicales, insensatas y fanáticas, pero la humanidad, desde siempre, ha tendido a tachar de “radical” a todo aquello que desafía las costumbres y el pensamiento dominantes de la época. Meneando la cabeza como quien reprueba el comportamiento de un niño malcriado, siempre hubo quien se burlara de la “radicalidad” de quienes luchaban, por ejemplo, por el derecho de la mujer al voto. En diversos tiempos han existido mujeres “radicales” que exigían el derecho a estudiar, “radicales” que osaban llevar pantalones, decidir con quién casarse o si tener hijos (o definitivamente no hacerlo), “radicales” a quienes se oprimió, incluso a balas, cuando reclamaron sueldos y horarios de trabajo justos. A lo largo de la historia las mujeres han debido ganarse con sudor y sangre cada milímetro del suelo que hoy pisan, y cada lucha se ha desarrollado con una banda sonora de fondo, un coro gritando “¡radicales!”.
¿Saben cuál es el día que nos convierte en feministas? Cuando nuestra nieta, estudiante aplicada y entusiasta, nos dice con lágrimas en los ojos: ¿es cierto que antes a las mujeres no se les dejaba estudiar en la Universidad?; cuando nuestra sobrina deportista nos pregunta horrorizada si es verdad que a las mujeres no se les permitía usar pantalones ni andar a caballo con las piernas abiertas, galopando como el viento por los campos. Comprendemos la necesidad del feminismo cuando nuestra hija de ojos brillantes e inocentes descubre que le empiezan a crecer los senos y le brotan vellos entre piernas y brazos, cuando la vemos mirarse al espejo fascinada, nerviosa y llena de preguntas, cuando nos invade la angustia porque sabemos que vive en un mundo en donde a niñas como ella se las embaraza, se las casa a la fuerza, se las vende, se las mutila para que no sientan placer. Cuando vemos a una de esas niñas y sabemos que estadísticamente está en riesgo de que la violen o la manoseen, de que en la calle le vayan gritando cosas que la harán avergonzarse, que la denigrarán y humillarán. Cuando sabemos que ese cuerpo tan frágil y tan fuerte, íntimo y cálido y suyo, tan bello, ese cuerpo nacido para el amor y el placer corre el riesgo de mancharse de vergüenza, culpa y temor.
El feminismo no es una guerra de víctimas contra opresores. No es una venganza. ¿Por qué han de sentirse amenazados los hombres ante el feminismo? Si la lucha por un mundo más justo para las mujeres genera naturalmente un mundo más justo para los hombres. ¿Quién en su sano juicio disfruta del papel de perpetrador o cómplice? ¿A qué hombre le gusta que le impongan esa máscara de la debilidad a la que llaman “ser macho”? ¿Qué niño no sufre si le ahogan a palos las emociones, si lo obligan a reprimir las lágrimas, la danza, la ternura?
¿Es que ante las denuncias de los movimientos feministas han de sentirse “culpables”, “señalados con el dedo” todos los hombres? Es evidente que a nivel individual no todos los hombres son “culpables” de la violencia contra la mujer, y también existen mujeres que activamente la reproducen o pasivamente la perpetúan. Y sin embargo, siguiendo esa misma lógica, yo, que soy blanca, bien podría escandalizarme de las generalizaciones y decir que no “todos los blancos” hemos oprimido históricamente a negros e indígenas. No personalmente, no con mis propias manos. Pero estaría mintiendo si digo que no he gozado de los privilegios inmerecidos de haber nacido blanca. Yo nunca he sido víctima de prejuicios ni ataques racistas, mientras que todos mis amigos hispanos de piel oscura los sufren a diario… ¿Soy culpable? No. Pero soy consciente.
Semana de lucha contra el racismo y la xenofobia en la escuela de mi hija. Todos los niños de piel oscura relataron alguna anécdota trágica. Mi hija solo tenía una extraña historia que contar, un “seudoataque” donde padecimos un odio que en realidad no estaba dirigido a nosotras: “Llovía cuando mi mamá salió de la peluquería con un peinado muy bonito, así que se cubrió el pelo con un chal de colores. De repente un tipo le gritó: ‘¡Cerda musulmana, vuelve a tu país de m…!’. Salimos corriendo, y no sabíamos si eran gotas de lluvia o lágrimas lo que nos mojaba las mejillas”.
Es ese día, el día en que comprendemos lo que significa ver la vida desde los ojos del otro, cuando finalmente reconocemos que hay cosas que suceden aunque no nos suelan suceder a nosotros. ¿Les parece una idea demasiado radical invitar a los hombres a hacer un ejercicio de la imaginación: imaginarse que viven durante 24 horas la vida de una mujer? ¿Qué ven, qué escuchan, qué sienten mientras caminan solas por las calles, mientras trabajan en la oficina, mientras beben cerveza en un bar por la noche? (O)