Seguramente no volveremos a acordarnos de la Vicepresidencia –como institución– hasta que su ocupante –como persona– sea nuevamente protagonista de algún hecho sorprendente o deba cumplir su única función explícita, que es reemplazar al presidente. En pocos días ya hemos olvidado todas las disquisiciones que, a propósito del affaire diezmos, se arrojaron sobre la mesa. En las escasas semanas que duró el culebrón hubo varias propuestas que convendría no dejarlas pasar. Sin el peso de la incertidumbre por la renuncia y la consecuente selección-elección de su reemplazo, hay condiciones para profundizar en el tema y debatirlo detenidamente. Al fin y al cabo, más tarde o más temprano habrá que reformar íntegramente el bodrio elaborado en Montecristi y nada mejor para ello que hacerlo con la cabeza y no con el hígado.

Una de las ideas que circularon fue la de su eliminación. Como siempre, se repitió incansablemente la frase velasquista del conspirador a sueldo. Se puso como ejemplo el caso de Chile, donde no existe la figura vicepresidencial y se dijo que eso no es causa de problemas ni de inestabilidad. En efecto, así es y se pueden citar otros casos. Pero cabe regresar a mirar nuestra propia historia reciente y recordar que cuatro vicepresidentes debieron asumir la Presidencia por muerte o derrocamiento de los presidentes (el retrato en el Salón Amarillo anula los argumentos de quienes quieran eliminar de esa lista a Rosalía Arteaga). Si eso sucedió en cuarenta años de democracia, quiere decir que, en promedio –que siempre es engañoso–, cada diez años hemos debido acudir al mecanismo establecido para la sucesión. Precisamente ahí, en el procedimiento para el reemplazo, está el núcleo del problema. En un país que presenta un sistema político fragmentado, con múltiples actores que disponen de fuertes poderes de veto y una ciudadanía que aún enloquece con los caudillos iluminados, deben estar muy claras las normas para esas eventualidades. Durante los diez años del correato no había por qué preocuparse, ya que la abundancia de recursos y el liderazgo individual ponían un tapón provisional al problema. Pero eso fue pasajero.

No faltó quien sugiriera que, una vez eliminada la Vicepresidencia, en caso de ausencia definitiva del presidente se convocara a elecciones anticipadas. Sería una solución similar a la que rige en los regímenes parlamentarios, pero no estaría acompañada de las demás características que estos tienen para evitar que el cambio de gobierno sea algo traumático.

Básicamente, sin partidos fuertes, sin disciplina partidista y con líderes que valoran el carácter no político como atributo básico para entrar en la política, esa solución sería una invitación a la pesca en aguas revueltas. No es mala idea “parlamentarizar” el régimen, pero eso solo se puede lograr si hay coherencia entre todas las partes que lo integran. No puede ser un remiendo por aquí y otro por allá. Conviene pensar en una reforma integral de la cancha y las reglas del juego político. En la tan mentada transición debe tener cabida esa visión de conjunto y dentro de esta el tema vicepresidencial. (O)