En el año 1955 el primer arzobispo de Guayaquil, monseñor Antonio Mosquera, pidió a la orden claretiana que extendiera su mano bienhechora a la ciudad. Así fue que el 12 de agosto de ese año vino el sacerdote Ángel de María Canals, español radicado en Colombia, hombre sabio, trabajador y jovial según refieren quienes lo conocieron, cuyo nombre lleva el cementerio del suburbio guayaquileño.

La congregación fue fundada en 1849 por el español Antonio Claret, prolífico autor de libros de enseñanza religiosa, declarado santo por la Iglesia católica.

En 1955 llegó también al fango el recordado padre Gerardo Villegas, quien con el Dr. Teófilo Lama promovió la creación de una fundación cardiológica en la parroquia Cristo del Consuelo de Guayaquil, que ha atendido a muchos pobres. Otras gigantescas obras en la ciudad, a más de los templos, que levantaron los claretianos: dispensarios médicos adonde han acudido cientos de miles de personas, unidad educativa claretiana, escuela La Presentación, guardería, seis escuelas, dos planteles nocturnos de alfabetización y uno de corte y confección, un jardín de infantes con comedor escolar, un centro de educación popular con ayuda alemana, una extensión de la Universidad Católica de Cuenca. En Ballenita, parroquia de Santa Elena, un jardín escuela en una barriada pobrísima. También la casa de retiros espirituales San Fernando. Algunos de esos proyectos se han realizado con las madres de La Presentación y las Doroteas.

¿Qué clase de educación han impartido los claretianos en sus planteles a miles de niños y adolescentes? Una que, como dice el padre Enrique Aponte, rector de la Unidad Educativa Claretiana, no solo se produce a través de la palabra, sino de las acciones, sentimientos y actitudes. Una que es entendida como derecho fundamental, factor de crecimiento humano y desarrollo económico, que considera la cercanía amenazante, como se lee en la revista Didaskalía de la comunidad de misioneros claretianos en Ecuador y Colombia, “de una política educativa con la cosmovisión neoliberal que le ha otorgado claros visos de artículo de consumo oneroso, a veces lejos del alcance de los bolsillos de las grandes mayorías pauperizadas”. A fe nuestra que en nuestro medio hay esa cercanía. Busca la educación claretiana una educación popular, con el objetivo de construir conocimientos a partir de la realidad de los participantes, desarrollar valores y preparar a las personas para la vida, promoviendo la participación del estudiante, combinando el trabajo individual y el colectivo, desarrollando el pensamiento crítico. Paulo Freire, el insigne educador brasilero, se apartaba de la educación “bancaria”, que suponía al preceptor dueño de todo el conocimiento y al educando un ignorante de todo, sujeto pasivo del proceso. Busca el claretiano una evaluación que estimule a los participantes, para evitar, como advierte Mafalda, un inútil derramamiento de ceros. Valora el trabajo, combate el individualismo, la competencia desenfrenada, la prepotencia, el egoísmo, la insensibilidad ante el dolor ajeno y los problemas sociales, el intelectualismo.

En las provincias de Pichincha, Cotopaxi y Esmeraldas formaron comunidades, llevando a los indígenas una evangelización liberadora como enseñaba el inolvidable monseñor Leonidas Proaño, no de resignación frente a las injusticias.

En la ciudadela Urdesa de Guayaquil fundaron una iglesia, que hasta 1986 fue claretiana y una escuela y colegio para varones de aliviados recursos económicos, que después quedó solo para primaria, porque en Mapasingue instalaron uno para secundaria. En 1984 cerraron esos planteles para concentrarse en sectores más necesitados socialmente.

“Enseñar aprendiendo y aprender enseñando, tener un sentido comunitario de vida, aprender a hacer con los otros, en especial con los marginados”...

Los exalumnos de dichos establecimientos los recuerdan con gratitud, sienten pleno el legado recibido. Uno afirma: “Nos convirtieron el alma. Nos mostraron el prójimo, a aquel que no conozco, a aquel que necesita de mi amor y mi acción”. Otro rememora cómo se involucraron en la venta de rifas de Fe y Alegría para las escuelas de niños pobres o la benevolencia con los padres de familia que no podían pagar las pensiones. Un tercero recuerda la integración estudiantil con el chofer, los vendedores del bar. Si los talentos entregados, como en la parábola bíblica, no cayeron en tierra fértil en algunos casos, no es culpa del sembrador.

Recuerdan en particular con inmenso afecto y admiración al eximio formador colombiano, el prefecto de disciplina padre Orlando Hoyos, quien asevera que su madre lo marcó con la plenitud de su amor de un modo natural, sin misterios religiosos, a pesar de no ser muy instruida; que en Ecuador palpó la experiencia de ambas fronteras, de sentirse ciudadano del mundo; que en Lovaina, donde estudió Filosofía, se influyó del espíritu pluralista de creyentes de distintos credos y no creyentes, del pensamiento griego y universal contemporáneo. Actualmente dirige en Medellín la Dirección Nacional de los Hogares Claret, que han rehabilitado a muchos jóvenes de las drogas. Sostiene que ahí recibe una formación que no tuvo ni en el seminario, ni en la universidad. “Enseñar aprendiendo y aprender enseñando, tener un sentido comunitario de vida, aprender a hacer con los otros, en especial con los marginados”, es su lema. En dicho lugar, sus escasas posesiones son de todos, nada es de nadie salvo los efectos personales. Como vivían los primeros apóstoles de Jesús.

En la misa que en enero de 2018 el padre Hoyos ofreció con su hermano espiritual, el padre Orlando Ospina y el padre Aponte, en la iglesia “Redonda”, llena de exalumnos que testimoniaron su reconocimiento a sus profesores presentes y particularmente a él, proclamó como el ilustrísimo sacerdote claretiano Pedro Casaldáliga: “Al final de mi camino me dirán: “¿Has vivido, has amado?”. Y yo, sin decir nada, abriré mi corazón lleno de nombres”. Los nombres de los muchos que son queridos por él y lo quieren. (O)