En la Iglesia primitiva no existía la preocupación del celibato para el sacerdocio aunque Pablo de Tarso lo induciría cuando resalta que el hombre casado no se puede dedicar tanto a Dios por atender a su esposa. Aparentemente, Pablo no vio a los esposos como el corazón de Dios mismo ni el amor entre ellos como obra superior al servicio del Señor.

La legislación eclesiástica sobre el celibato se remonta al siglo IV, con el emperador Constantino al fundarse la Iglesia católica diferente a la de Cristo. Luego, los varios concilios centraron el tema. En el sacro imperio romano creció una resistencia a la mujer que arranca del mito del fruto prohibido. Y esta tendencia, hoy, con detractores en la misma Iglesia, habría influido en institucionalizar el celibato creyendo así, los sinceros que también los hay, alcanzar mayor santidad si se es célibe. Además, el sacro imperio romano requirió fortalecer sus finanzas con las aportaciones, entre otros, de célibes sacerdotes que renunciarían a su dote matrimonial en favor de la Iglesia. Sin embargo, no se puede negar que el celibato es un don y es posible de practicar, pero bajo el concepto que la mujer es gracia de Dios. Por ello, es aconsejable que la Iglesia, al actualizar el estudio de la naturaleza humana –psicología, comunicación, psiquiatría– se dé cuenta de que el celibato puede llevar a la locura no por la abstención biológica de la unión sexual en sí misma, sino por la soledad del sacerdote. Es decir, por su celibato y obediencia, se le puede desarraigar de quienes ama confundiendo así el llamado de Cristo: “Dejarás padre, madre, mujer, hermanos por seguirme a mí”. Cristo se refiere al pecado no al abandono a nadie. ¿Cómo Él que es el Amor puede pedir separatidad? Por ejemplo, si autoridades o quienes amamos nos ordenan hacer mal, debemos desobedecer por obedecer a Dios. La soledad lleva a la locura, enferma al ser humano. Erich Fromm, posiblemente el mejor psiquiatra de nuestros tiempos, ratifica los efectos de la soledad en su libro fundamental El arte de amar, al afirmar que “la necesidad más profunda del hombre es (...) la necesidad de superar su separatidad, de abandonar la prisión de su soledad. El fracaso absoluto en el logro de tal finalidad significa la locura (…). Es urgente el equilibrio mental y madurez emocional del sacerdote, pues, como lo ha afirmado Fromm, “el mundo exterior del cual se está separado ha desaparecido” para quien vive en soledad psíquica o espiritual, lo cual es extremadamente peligroso para la sociedad. Por ello, existe un Hitler, el terrorismo, la delincuencia y, por supuesto, los violadores, los violadores de niños, sean sacerdotes o no; pero vacíos de amor, en su prisión: la soledad. El mismo pontífice Francisco ha dado su veredicto sobre el violador: un enfermo. Pero es un enfermo de soledad, un ahogado. Por ello, la Iglesia cuya misión es el reino de Dios o del amor en este mundo, debe volver a los orígenes del cristianismo: la práctica del amor que predica favoreciendo la armonía de la naturaleza que Cristo acató con humildad; de sus doce apóstoles, once eran casados. Y el mismo Cristo enalteció a la mujer en María Magdalena. Frente al crimen de violación a menores, según EL UNIVERSO del 1 de junio, página 5, la “Conferencia Episcopal Ecuatoriana (…) asumió (…) el gran compromiso de la Iglesia (…) de tomar medidas preventivas contra este flagelo” de la violación. Esperamos tales preventivos y no solo eficientes correctivos, para desterrar del universo esta perversidad a la cual Cristo condenó advirtiendo que si alguien abusa de los menores, “más le valiera a ese tal ponerse una soga al cuello y tirarse al fondo del mar”.(O)

Margarita Mendoza Cubillo,
doctora en Filosofía y Letras, Guayaquil