En la última reunión de la Academia Americana de Neurología, realizada el pasado abril, escuché a una neuropediatra y neurocientífica, Tallie Baram, MD, Ph.D. –investigadora en las áreas de neurobiología y desarrollo de aprendizaje y memoria–, hablar sobre un tema muy interesante y actual.

Trató sobre la influencia que, en el cerebro en desarrollo, ejercen las experiencias en las etapas tempranas de la vida. Analizó los mecanismos por los cuales el estrés temprano y ciertas conductas maternas provocarían resistencia o vulnerabilidad para desarrollar enfermedades neuropsiquiátricas. Todo ello, sustentado con la evidencia que da la investigación con animales de laboratorio.

El rol crucial lo tienen los genes. La interacción de genes, ambiente y desarrollo influye en el diseño del cerebro, sus funciones cognitivas y emocionales. Dentro del útero el cerebro se desarrolla aumentando el número de células, desarrollando su tamaño, forma y complejidad, madurando y construyendo circuitos interconectados. Como cualquier órgano en desarrollo, el cerebro está en constante cambio, lo cual lo vuelve extremadamente vulnerable. Este desarrollo no termina con el nacimiento. El cerebro continúa cambiando y evolucionando muy rápidamente, especialmente en los primeros 2 a 3 años de vida. Durante este periodo, el cerebro desarrolla un grado de plasticidad tal que le permite la adaptación (buena o mala) a cualquier circunstancia.

El cerebro está diseñado y organizado en circuitos y redes de neuronas que “hablan entre sí”. Ellas gobiernan circuitos involucrados en memoria, conducta, pensamiento, aprendizaje y emociones. Su organización y desarrollo dependerán de su comportamiento y de la expresión genética en el momento y lugar precisos, que podrán ser influenciados por el ambiente aun cuando el material genético esté intacto y correcto. No obstante, es ampliamente conocido que se requieren los estímulos visuales, auditivos y sensoriales para el desarrollo, la maduración y la programación de los circuitos. Poco se conoce sobre el desarrollo de los circuitos de la memoria y de las emociones. De estos últimos dependerá nuestra capacidad de desarrollarnos como individuos maduros y sanos intelectual y emocionalmente.

En animales de laboratorio se manipuló el contacto madre-hijo provocando separaciones diarias de 15 minutos durante una semana, para luego estudiar los cerebros de los críos. Cada reencuentro provocó descargas masivas y sucesivas de (buenos) estímulos sobre los circuitos cerebrales del estrés y de las emociones, repercutiendo sobre el hipocampo (área de la memoria). Los circuitos cerebrales resultaron alterados. En los críos con cuidado materno aumentado se encontró reducción del número y de la función de las neuronas sensibles al estrés.

Para efecto de la investigación, se creó en laboratorio un ambiente empobrecido que resultaba estresante para la madre y alteraba el cuidado materno. El tiempo escogido fue una semana de estas experiencias adversas. Los estudios de resonancia cerebral en los críos mostraron alteraciones estructurales en hipotálamo e hipocampo. No obstante, el cerebro de la madre no mostró alteraciones, el cuidado prodigado a sus hijos fue fragmentado e impredecible. Esto creó un ambiente de caos que repercutió en el desarrollo cerebral de estructuras relacionadas con la memoria y con el comportamiento en sus hijos.

Los resultados indican que las experiencias tempranas de la vida junto con la genética esculpen el cerebro. Su desarrollo anatómico y funcional dependerá de estímulos óptimos, consistentes y regulares, que permitirán alcanzar en la edad adulta resistencia al estrés, mejor memoria y estado emocional normal. Lo contrario provocaría vulnerabilidad al estrés, trastornos de memoria y depresión. (O)