Era 1989, cursaba tercer grado de esa época, ahora sería cuarto de básica. Estaba en un colegio mixto y era feliz. Un día mi compañero de la banca de atrás empezó a clavarme en la espalda la punta de su lápiz recién afilado. Primero pensé que era un error y me viré asombrada, solo sonrió. Luego volvió a hacerlo y volví a mirarlo, pero ahora enojada le pedí que dejara de hacerlo. No se detuvo en ese minuto, ni tampoco en las horas siguientes. Cuando llegó el primer recreo, le conté a la profesora lo que sucedía, me dijo que de repente, “yo le gustaba” y esa era su forma de llamar mi atención. Al retomar clases, el tema continuó, pero ahora, basándome en la teoría de la maestra, decidí no virarme en un intento de que entendiera que no era mutuo el gusto, pero él siguió. Finalmente llegué a casa y llorando, con la espalda muy lastimada, le conté a mi madre lo ocurrido. Me abrazó mucho, me dijo que quien te quiere no te hace daño bajo ningún concepto. Al día siguiente me acompañó a la clase, me pidió que le indicara quién era el compañero que me molestaba. Se lo señalé y la vi caminar directo hacia él para hablarle con una cara amenazante que nunca antes, ni después del evento, volví a ver. Antes de irse me dijo: “Si vuelve a hacerte daño, avísame”. No volvió a molestarme.

Sin embargo, temo que la mentalidad de asociar maltrato con demostración de amor no se quedó en los años 80 junto con la telenovela Leonela y el tema de que “quien te hace llorar es quien te ama”, sino que todavía arrastramos conceptos equivocados sobre sentimientos y sus manifestaciones. Debemos revisar qué les inculcamos a nuestros niños y hasta qué punto empujamos a que acepten dolor como prueba de amor.

Por consiguiente, revisemos dentro de casa qué es lo que estamos enseñando. El amor no se alimenta de silencios o insultos. No se fortalece en la violencia, ni se “aviva la llama” con la infidelidad. El amor es aceptar que el otro es diferente, pero complementario. No es una carrera de velocidad, sino una maratón de resistencia. Hay que darse la mano para continuar y no tomar el camino fácil de la rendición. Creo firmemente en el compromiso, ese que va más allá del papel firmado y nace desde el corazón. Esa decisión que volvemos a tomar todas las mañanas y trabajamos en la cotidianidad para afianzarla.

Finalmente, hay que reconocer que no es fácil. El paso de los años desgasta y envejece, pero también debe aumentar la tolerancia. Es imperativo abandonar el egoísmo, reconocer que somos seres imperfectos y perfectibles. Comprender que el amor es libertad, y no debe doler, ni humillarnos. Como dice Julio Cortázar: “Nada está perdido si se tiene el valor de proclamar que todo está perdido y empezar de nuevo”. Así que tomemos la decisión de amar y ser felices. No permitamos que el pasado nos pinche la espalda tratando de hacernos voltear. El amor viene de frente.

(O)