He aquí una palabra que enciende la máxima intolerancia. Para ciertos el pueblo es manada de burros, víctima de consultas manipuladas, carne de escrutinio. Otros lo consideran como chusma, gente soez que no sabe manejar cubiertos, combinar los colores de la ropa, ignora quién es Dom Perignon, bebe aguardiente de mala muerte, no sale en el social ni habla inglés, se vuelca en el Malecón 2000 los domingos por la tarde, carajea que da gusto, se postra frente a Jesús del Gran Poder.

La realidad es otra: el pueblo es un conjunto de personas que forman una comunidad. Somos todos iguales a la hora del terremoto, el derrumbe, la muerte, el accidente. Este breve paréntesis en medio de la nada nos permite solazarnos con frágiles posesiones, bienes perecederos, talentos fugaces. El pueblo es la negrita pizpireta de la esquina, la gordita que vende flores en la puerta del cementerio, el chofer de taxi que nos cuenta la mitad de su vida, la monja con sus medias de lana, el sacerdote de la parroquia, el niño que ensucia con su trapo el impoluto parabrisas de nuestro vehículo, la cachiporrera que tan bien levanta la pierna, el vigilante que nos detiene por exceso de velocidad, los amorfinos, los peloteros callejeros, el emigrante vejado por la policía norteamericana, León Febres-Cordero y sus problemas de vejiga, el zapato mágico de Antonio Valencia, Paquisha, Julio Jaramillo, los Hermanos Miño Naranjo, el talento de cualquier hombre que hace bien su trabajo.

El pueblo es el piropo atrevido, la risa contagiosa, el llanto compartido, el Fenómeno de El Niño, los terremotos, los problemas volcánicos, el caldo de patas, el mendigo clavado en la esquina, la indiecita muerta de frío que lanza motitas de tierra a los cerditos, el político eternamente exiliado, el vendedor de naranjas, el banquero de nuca inexpresiva, el grito de gol en el estadio, el muchacho que perdió una pierna al saltar sobre una mina, el río Guayas, la avenida de los Shyris, los pitos desaforados, la dolarización, la mujer que abandona parte de sus compras en la caja del supermercado porque la plata no alcanza, los jubilados, el “Salve oh patria, mil veces...” que taladra el alma cuando estamos lejos, la fanesca de Semana Santa.

El pueblo se siente como una segunda piel, son vivencias de cada cual, solo se entrega a quienes aceptan conocerlo, ser parte de él, lo demás son ínfulas que va desmoronando el tiempo. No lo entendió la reina María Antonieta cuando la turba la arrinconó en su palacio de Versalles gritándole: “El pueblo no tiene pan” y ella contestó: “Que le den pasteles”.

El pueblo es pasillo, es sanjuanito, doña Carlota domesticando sendas distintas, playas interminables, Cuenca, sus balcones, Manabí frente al mar, la vasija de barro, una confusión total en el inventario, un recuento desordenado cuando se desboca el alma en el estribillo: “Si a tus rubias y morenas, que enloquecen de pasión, les palpita el corazón”. La naranja nace verde sin que importe la región donde el árbol echó sus raíces. Somos pueblos, somos memoria. (O)