En el número 1.438 del Catecismo de la Iglesia católica leemos que los tiempos y los días de penitencia a lo largo del año litúrgico, como el tiempo de Cuaresma y cada viernes en memoria de la muerte de Jesucristo, son momentos fuertes para la práctica penitencial de la Iglesia católica.

Son particularmente apropiados para esta época los ejercicios espirituales, las liturgias penitenciales y las peregrinaciones con ese mismo espíritu, las privaciones voluntarias como el ayuno y la limosna, la comunicación cristiana de los bienes, a través de obras caritativas y misioneras.

A renglón seguido, el número 1.439 nos recuerda que el proceso de la conversión y la penitencia fue descrito maravillosamente por Jesús en la parábola llamada “del hijo pródigo”, cuyo centro es el “padre misericordioso”, que se lee en los versículos 11 al 24 del capítulo 15 del Evangelio según san Lucas.

La fascinación de una libertad ilusoria, el abandono de la casa paterna, la miseria extrema en que el hijo se encuentra tras haber dilapidado su fortuna; la humillación profunda de verse obligado a apacentar cerdos, y peor aún, la de desear alimentarse de algarrobas que comían los cerdos; la reflexión sobre los bienes perdidos; el arrepentimiento y la decisión de declararse culpable ante su padre, el camino del retorno; la acogida generosa del padre: todos estos son rasgos propios del proceso de conversión.

El mejor vestido, el anillo y el banquete de fiesta son símbolos de esta vida nueva, pura, digna, llena de alegría que es la vida del hombre que vuelve a Dios y al seno de su familia, que es la Iglesia.

Solo el corazón de Cristo que conoce las profundidades del amor de su Padre pudo revelarnos el abismo de su misericordia de una manera tan llena de simplicidad y belleza.

La lección que proporciona la lectura de los párrafos que he transcrito, casi literalmente del citado catecismo, es impresionante y señala un camino para recobrar la paz de la conciencia: el marcado por el sincero arrepentimiento de nuestras faltas, el humilde pedido de perdón y el propósito real de no reincidir en las faltas.

Claro que el perdón debe ser otorgado por el ofendido y entonces surge una preocupación: ¿qué pasa cuando no es Dios solamente el ofendido que debe perdonar?

Si hemos hecho el mal a otras personas o a instituciones, privadas o públicas, ¿será suficiente el arrepentimiento y el pedido de perdón para merecerlo y obtenerlo?

¿Y si fuera aceptado? ¿Habría que concluir todo con una reparación proporcional a la ofensa?

Importantes interrogantes y probablemente multitudes de criterios para analizar y juzgar cada situación.

Lo que sí me parece importante y digno de ser considerado por toda persona es el cuestionamiento de nuestro modo de ser, vivir y proceder en nuestras relaciones interpersonales, con nuestros próximos y también con las personas jurídicas, públicas y privadas.

¿Nos vendría bien un examen de conciencia y decidir que no vamos a vivir una Cuaresma impenitente?

¿Sería tan amable en darme su opinión? (O)