Por más que me conmueva el poema de César Vallejo, no deseo fallecer en la Ciudad Luz sino en Guayaquil, donde estoy viviendo por más de cincuenta y dos años. Cremarán mis restos, me iré esfumando sin tanta alharaca. Tomé hace mucho tiempo conciencia de mi condición mortal, del insignificante rasguño que puedo dejar en el mapa.

Estuve a punto de morir en París el día 3 de octubre. En una noche particularmente oscura, por culpa de una baranda mal cerrada, me caí de cabeza por una escalera, rebotando en cada uno de sus veinte escalones. El resultado fue aterrador, lo puedo corroborar viendo las fotos que me tomaron días después en el hospital; observando mi rostro lleno de equimosis, cortes, ojos hinchados sin poder abrirlos, coágulos acumulados por doquiera. Mi hija dice que los presentes me vieron muerto por el charco de sangre que manaba de mi cabeza, también porque me quedé inconsciente por largo rato. Me llevaron los voluntarios del SAMU (Sistema de Atención Móvil de Urgencia) a reanimación, necesité varias semanas para recobrar un aspecto decentemente humano. Un mes después estuve en el quirófano, donde me operaron del corazón, ingresando una válvula aórtica biológica por la arteria carótida. Llegué el 20 de noviembre a Guayaquil con un impresionante corte en el cuello, un cuerpo en calamitoso estado. Ignoro cómo no perdí la vida en tan movidas aventuras.

Como siempre, integro a mis experiencias estos percances, volviendo a ver la vida como burbuja frágil, experiencia única. Jamás me parecieron tan hermosos los árboles de Francia con sus hojas amarillas, rojas o marrones pintadas por el otoño, recordaba los de Cuenca, paisajes de la Sierra ecuatoriana, sentía urgencia de volver a mis raíces tan hermosamente adquiridas con décadas de convivencia. La frase trillada de Rainer María Rilke se convirtió en evidencia: “La vida no es un problema a resolver, es un misterio que hay que vivir”. No sabemos cuándo nos tocará extinguirnos, pero debemos seguir ardiendo, consumiéndonos en emociones o pasiones, buscando sin cesar la huidiza verdad. Tantísimas personas me escribieron, tanta solidaridad me conmovió, comprometió mi gratitud. Las cicatrices que surcan mi piel son parte de las vivencias. No temo en absoluto a la muerte, pero me da pena saber que no podré más escuchar los conciertos de Prokofiev, de Rachmaninov, sentir cómo late el corazón de una mujer amada, observar la silenciosa caída de la nieve en la cumbre del Cotopaxi, caminar por las calles de Guayaquil, Portoviejo, Quito, Ibarra.

Aprendí que somos tan solo lo que amamos, no resulta ser tan complicado aquello de convertirnos en buenas personas. Por más que unos desquiciados apachurren con camiones multitudes de seres inocentes, en Niza, en Barcelona, en Londres o cualquier otra parte, degüellen a un sacerdote de 86 años mientras oficia misa, maten de un tiro en la nuca a los cristianos de Siria, por más que otro ególatra amenace con volar el planeta con sus misiles, sigo creyendo en quienes no tienen otra bandera que la del amor al prójimo y proyectan luz en vez de prender incendios. (O)