“El zafrero, machete en mano, una vez que el cantero ha sido quemado, comienza su labor. Atosigado por el humo y afiebrado por la ceniza caliente que cae sobre su piel, va cortando la caña, desde las siete hasta las tres. Termina cubierto de hollín y de sudor. Deberían pagarle de S/. 1.100 a S/. 1.650 semanales, pero le pagan entre S/. 200 y S/. 500. Si se vuelca el carro, se le desconoce el corte. El alquiler de un cuarto es de S/. 400 a S/. 500 mensuales. Debe pagar por las medicinas de enfermedades contraídas en sus labores. Consume lo poco que produce y cuando vuelve a su lugar de origen, trabaja también en el campo hasta la nueva zafra”. Así escribe María Ignacia en octubre de 1977 en EL UNIVERSO.

En 1976 los trabajadores del ingenio Aztra, de propiedad en un 90% del Estado, habían celebrado un contrato colectivo con su empleadora, que estipulaba que aquellos debían participar de los beneficios del alza del precio del azúcar. Pero en septiembre de 1977 la dictadura militar expide ilegalmente un decreto que elimina dicha cláusula y el 18 de octubre del mismo año los obreros declaran la huelga por no haberse integrado oportunamente el tribunal que debía resolver la causa. Ese día, sin que se pronuncie el tribunal, el Gobierno declara ilegal la huelga. Estaba vigente la Ley de Seguridad Nacional dictada por el propio régimen, que establecía que el frente militar debía cooperar para mantener el orden público contra acciones subversivas, tales como huelgas ilegales. Es decir, equiparaba estas con la subversión, mostrando claramente de qué lado estaba, puesto que en casos como el de la especie, fácilmente ponía fuera de la ley los movimientos huelguísticos. Había un arsenal de normas jurídicas anti obreras, que hicieron por ejemplo que entre 1974 –cuando regía el gobierno “nacionalista y revolucionario” que lo precedió– y 1979 –año en que entregan el poder a los civiles– se archivaran 285 pliegos de peticiones. El mismo año 1977, se golpeó a trabajadores de empresas, se los detuvo, se los desalojó de los lugares de trabajo, en algunas ocasiones después de ser despedidos por intentar constituir organizaciones.

Se ilegalizó la Central Sindical CEDOC. Mas, la guerra no era solo contra los obreros. La UNE –a la que el gobierno de la “revolución ciudadana” también decapitó y sigue así– y la FESE siguieron ese camino. Se encarceló a dirigentes laborales y del magisterio.

Así pues, el mismo 18 de octubre, cien policías fuertemente armados acuden al ingenio, donde había entre 1.000 a 2.000 trabajadores, que no dañaron bienes de la empresa. El Inspector del Trabajo fue al sitio para solicitar a la fuerza pública que garantice los derechos de ambas partes. Los gendarmes, terminando la tarde, dan dos minutos a los obreros para que desalojen el lugar “o no respondemos de lo que suceda”. Y les lanzan bombas lacrimógenas y vomitivas. Se produce la estampida. La mayoría salta por la cerca con alambre de púas. El resto pasa por la única puerta abierta por donde cabía solo una persona. Los policías lo sabían, porque habían ido a estudiar el terreno para planificar la operación. Desembocan en un canal de agua donde decenas mueren ahogados. Pero otros por balas, por golpes en la cabeza y el pecho y heridas con armas corto punzantes. También hay decenas de desaparecidos, entre ellos mujeres y niños, que habían ido a dejar alimentos a sus familiares trabajadores, monjas enfermeras. Lo dicen los testigos, a los que se amenazó por hacer declaraciones a la prensa, los bomberos, a quienes inicialmente no se les quiso dejar entrar al ingenio. Los pobladores de La Troncal, situada a un kilómetro de la fábrica, aseveraron que algunos trabajadores habían sido echados a los calderos, que arrojaron mucha ceniza negra hacia el pueblo y en la noche salieron del ingenio camiones con carga sellada. Se oyeron disparos hasta la madrugada. El jefe policial a cargo del operativo informa a su superior: “La orden ha sido cumplida a cabalidad”. El presidente Tamayo el 15 de noviembre de 1922 pedía que le reporten que se había impuesto el orden, cueste lo que cueste. Y los militares mataron a cientos de obreros, quizá 1.500. El cable internacional informa en 1977: “120 trabajadores murieron en enfrentamientos con la policía”. No murieron, los asesinaron. Y el enfrentamiento fue de sus cuerpos indefensos y sus derechos, contra hombres que tenían la consigna de matar.

Los parientes de los caídos buscan angustiados sus cadáveres. Se los ocultan. Pocos de estos llegan al Cañar, de donde son oriundos la mayoría de los trabajadores. Sangre indígena se había derramado. Son detenidos algunos dirigentes laborales, otros se esconden. Es que los asesinos también asesinaron la verdad. Los culparon de impedir a los trabajadores escapar, de actos violentos, de formar parte de un plan terrorista internacional, de ebriedad y se forjaron pruebas incriminatorias en su contra. El gobierno embustero ofrecía investigar. Hubo múltiples protestas en la nación y la represión fue la respuesta, apresando a los críticos, allanando la Universidad de Guayaquil, disparando, golpeando y deteniendo a sus estudiantes. “Diligencia para el desalojo, lentitud para detener a los atracadores del pueblo y de los bienes del Estado”, escribía un periodista en este Diario.

Se preparaba el retorno a la constitucionalidad del país, mas, realmente con la masacre se pretendió entorpecerlo, como se denunció. También con el asesinato de Abdón Calderón Muñoz, cuya orden fue dada por el ministro de gobierno Bolívar Jarrín, condenado judicialmente por ello y quien impartió la disposición de la operación en Aztra, por el cual nadie fue castigado.

Ese mismo régimen opresor detuvo a arzobispos, obispos –entre ellos Leonidas Proaño–, sacerdotes y laicos, reunidos en Riobamba con la subversiva misión de aplicar el evangelio en beneficio de los pobres.

El presidente del Consejo Supremo de Gobierno declaró: “Estamos creando una nueva y auténtica democracia, para hacer posible una sociedad más justa, más humana”.

¿Quién extraña a las dictaduras?