Lenín Moreno marcó una gran distancia. En realidad, aunque hubiera pronunciado una sola frase, si en ella incluía palabras como diálogo, acuerdo, crítica, tolerancia, respeto, participación y libertad, ya habría atravesado la línea roja que dejó marcada su antecesor. Y esas palabras estuvieron allí, no en una sino en varias frases. En parte por sus dificultades con el teleprómpter y en parte por intencionado énfasis, fueron repetidas en varias ocasiones. Después de las loas de rigor al líder indiscutible y de recordar esa cosa llamada revolución ciudadana, que había olvidado en la campaña, decidió poner su marca de identidad. Inicialmente lo hizo con su programa social estrella, que hay que esperar que su aplicación no refleje la cursilería del nombre de bolero con que ha sido bautizado. De inmediato marcó la primera diferencia cuando propuso una economía basada en los sectores productivos como vía para superar el rentismo. Con el hígado revuelto, el líder ya iba camino al hospital.

El abismo se abrió con los temas políticos. Repitió la imagen de la mano extendida, esa que tanto le molestó a su antecesor el día de la presentación de su candidatura. Incluso dio un paso más en esa dirección cuando convocó a todos –y no solo a los que dicen que son más– a caminar juntos. La distancia fue kilométrica cuando entró en el campo minado de las libertades. La libertad para expresarse, la libertad para asociarse, la libertad para oponerse, la libertad para discrepar, la libertad para cuestionar, siendo piezas elementales de la democracia no deberían llamar la atención en un discurso presidencial. Ni siquiera correspondería que formaran parte de este. Deberían contarse entre los compromisos implícitos que asume quien ocupa un cargo público. Pero la historia de los últimos diez años hizo que algo tan cotidiano como eso se vuelva extraordinario y que su sola mención provoque una crisis que requiera hospitalización.

Pero los aires de renovación podrían no ser tales si el discurso fuera solamente la presentación políticamente correcta frente a los invitados. Hay que darle el beneficio de la duda y creer que todo fue dicho sinceramente. Si en efecto es así, quiere decir que al flamante presidente le esperan tiempos complicados. Por lo menos la mitad de esos todos a los que aludió –que son quienes no votaron por él y que rechazan el autoritarismo, la corrupción y demás vicios del periodo– querrán ver plasmadas esas palabras en hechos concretos. Su paciencia tiene mecha corta y van a exigir la derogatoria de la Ley de Comunicación, consultas populares en materias controversiales, reformas institucionales necesarias para desmontar el modelo autoritario y acciones efectivas en contra de los corruptos de ayer y de hoy. Pero si quiere ir por ese camino, va a comprobar que el problema viene desde el otro flanco, el de los que dicen que son más. Será difícil que dé un solo paso si ellos ocupan puestos de importancia en su gobierno. Si lo logra, será larga la cola para internarse en el hospital. Van a faltar camas. (O)