Con mucha razón, el exvicepresidente y escritor nicaragüense Sergio Ramírez pone en duda que aún se pueda considerar a Nicaragua como una democracia. Su inquietud surge a partir de la destitución de veintiocho diputados del Partido Liberal Independiente por parte del Consejo Supremo Electoral controlado por el Gobierno. Por sí solo, esto sería suficiente para que quede al margen de los países que pueden ser calificados como democracias en América Latina, ya que en cualquier parte del mundo (excepto en el Ecuador con su congreso de los manteles) eso se llama golpe de Estado. Pero el asunto no termina ahí, ya que no solamente se ha desalojado a la oposición del único espacio institucional en que tenía presencia, sino que además, con una serie de triquiñuelas se la ha excluido de la elección presidencial de noviembre de este año.
El presidente Daniel Ortega tiene asegurada su reelección, ya que queda prácticamente como el único candidato habilitado. En esta ocasión, en un acto de sinceramiento con la realidad vivida a lo largo de todos los años que ha ocupado la Presidencia, conforma el binomio con su esposa. Hasta ahora ella ha sido el verdadero poder y no precisamente detrás del trono, sino junto, delante o incluso sentada en él. Es difícil saber si Ortega lo hace como una forma de pagar favores (como el haber tomado partido por él y en contra de su propia hija que lo denunció por abuso sexual), o por desconfianza con personas que vayan más allá del entorno íntimo. Lo cierto es que, con estas maniobras, Ortega logrará configurar un tipo de régimen bastante especial, que mezcla características propias de las dictaduras oligárquicas centroamericanas con las formas autoritarias del socialismo real y con el folclorismo de los bolivarianos del siglo XXI.
Es un paso firme hacia la consolidación de una dinastía familiar, muy similar a la que fue derrocada con la revolución en la que participó la pareja presidencial. Con ello, hace suya la herencia del somocismo. Pero se acoge también a la línea establecida por los socialismos hereditarios de Cuba y Corea del Norte, tan parecidos a las viejas casas reales. Eso sí, hay que reconocerlo, no está solo ni es muy original en esos empeños, porque el chavismo, el kirchnerismo y el madurismo lo acompañan en esa preocupación por asegurar que la familia presidencial goce tranquila y largamente del poder político y sobre todo del económico.
Frente a todo esto –y sin hacer referencia a las denuncias de corrupción–, a la pregunta de Sergio Ramírez sobre la democracia hay que añadir otra acerca del carácter de izquierda de ese gobierno (y obviamente de los de sus amigos bolivarianos que actúan con tanto afecto familiar). Sin duda, la respuesta es negativa. De ninguna manera era este engendro el tipo de régimen por el que lucharon los sandinistas. Ellos anunciaban la democracia que nunca había existido en Nicaragua, y prometían una izquierda renovada. Ni Ramírez ni los sandinistas originales se habrán imaginado que estaban pariendo un comandante somocista. (O)