El otorgamiento de un premio literario tiene su dosis de misterio, al menos para quien mira el fenómeno desde afuera. Que una novela sea declarada la ganadora entre centenares de piezas concursantes no puede considerarse la mejor de todas. A lo más será una obra con cualidades, con rasgos llamativos que permitieron que un jurado decidiera la suerte de ese año.

Este pensamiento siempre me domina cuando consumo una novela premiada. Lo confirmo a la saciedad al terminar Hombres desnudos, el Premio Planeta del año pasado que se alzó con 601.000 euros entre 486 contendientes. Proviene de la autoría de una escritora de años de vuelo, no de una primeriza audaz de quien pudieran esperarse las novedades. Alicia Giménez-Barlett había sido leída en Guayaquil en clubes de lectura siquiera hace cerca de veinte años con su famosa Una habitación ajena (1997), título que parodia el ensayo de la gran Virginia Woolf porque precisamente la vida de la célebre inglesa está en su meollo. Vista por la criada de Virginia, la historia revisa las contradicciones y poses de la autora y de sus amigos, el Grupo de Bloomsbury. Para entonces, Giménez-Bartlett ya había escrito siete novelas y dos libros de teoría.

Cuando llega al 2015, ella es la creadora de la detective Petra Delicado. Es un caso de esos cuando el nombre del personaje de ficción anula el de su autor porque cala más en la memoria. Con tal investigadora femenina (nombre oximorónico que sugiere una mujer dura y delicada a la vez), doña Alicia entra vigorosamente en la novela negra y se queda allí muy cómoda, sacando a la mujer de su condición de víctima y dándole el protagonismo mayor. Escribe diez piezas de una serie que es un fenómeno en sí mismo y que tuvo su última entrega precisamente el año pasado.

Hombres desnudos fue una sorpresa. En ella consumimos el aporte de esta autora al gran tema español de los recientes años: la crisis económica (dicen los entendidos que luego de la Guerra Civil, los escritores se han volcado en la crisis) en una novela de amargo humorismo, en la cual el paro, el fracaso, la obsesión por el dinero que escasea o falta es el móvil de las acciones. Los personajes se encuentran con naturalidad (¿qué tienen en común un profesor de literatura que hace desnudismo en un club nocturno con una empresaria abandonada por el marido y a quien le va mal en los negocios?) y se enzarzan en vínculos espinosos.

Toda la historia está contada desde el punto de vista de los personajes. Jamás hay una voz exterior, peor omnisciente que juzgue, presione o se adelante. El lector tiene que tomar partido simpatizando o rechazando a esos sobrevivientes que se acomodan al mal rato o se hunden en la racha de despidos, corrupción o trabajos de ocasión. No hay posibilidad de proyectos. No hay espacio para el amor, aunque uno de ellos se desnude y hasta dé servicios sexuales por “la pasta”, el derecho a tener casa, comida y vestuario.

El mayor esfuerzo constructor reside en la oralidad: todo el tiempo asistimos a una cháchara coloquialista que a veces fatiga al oído: las palabrotas abundan, las bromas menudean, pero el trasfondo sarcástico se mantiene. Nos dolemos de España con novelas así. (O)