Las recientes intervenciones de palabra y obra del presidente Rafael Correa –en el cambio del alto mando militar, en el anunciado retiro de las rentas de una universidad pública como la Universidad Andina Simón Bolívar y la Flacso (ambas de categoría A, por cierto)– son resultado de una visión unilateral de las cosas que no contempla un acercamiento previo con la otra parte, al menos para conocer una interpretación distinta de la realidad. ¿Por qué el poder político atiza la conflictividad social? ¿No afirman las principales teorías sobre la gobernanza democrática que mientras más poder se tiene es mayor la obligación de dialogar?
Los acontecimientos que ponen en riesgo el sustento de miles de familias confirman que el hiperpresidencialismo es una lamentable situación perversa porque, en el fondo, está promoviendo la violencia del poder: nada es más agresivo e invasivo que decidir unilateralmente por el otro. ¿Es signo del ‘milagro ecuatoriano’ que baste una ocurrencia del jefe del Ejecutivo para que esta se convierta en un hecho consumado, incluso si contradice la ley? La extrema concentración del poder es indeseable porque hace de la política una cacería de ‘enemigos’, lo que entorpece el contrato social de tratar de vivir en paz.
En el libro La democracia sometida: el Ecuador de la revolución ciudadana (Quito, Diagonal 2015), Julio Echeverría señala la manera en que en el neopopulismo actual se ha pasado de la antigua invocación al ‘imperio de la ley’ a reclamar el ‘imperio de la Constitución’, lo que anula la representatividad del otro. Pero hay más, puesto que muchas decisiones gubernamentales han atropellado lo que está escrito en la Constitución. Parecería que ya no impera la ley, ni siquiera la Constitución de Montecristi, sino solamente la voluntad de pocas personas de un partido que actúa como si fuera el único.
Mijaíl Tomski fue un sindicalista y revolucionario que, acusado por Stalin de “connivencia terrorista”, terminó suicidándose en 1936. Él había calificado la situación de la Rusia soviética así: “Un partido en el poder y todos los demás en la cárcel”. En el Ecuador, una opinión de cualquier jefe del Ejecutivo no debería ser suficiente para amenazar procesos que han sido construidos en el marco de voluntades colectivas. Estamos soportando, pues, el ‘imperio de Alianza PAIS’. Por lecciones históricas sabemos que un partido único jamás representará al conjunto de la sociedad. Gobernar no es avasallar. Quien gobierna avasallando no es un demócrata.
No es verdad que el Ecuador avanza; nuestra cultura política de exclusión del otro desmiente ese eslogan. Los pasos de un país se miden también por el grado de civilidad con que las partes entienden y resuelven sus diferencias para evitar que estas se tornen atolladeros insalvables. La concentración extrema del poder ve toda disidencia como una declaración de guerra. Según esa lógica, quienes proponen modelos distintos al que ha ideado el Ejecutivo prácticamente deben ser exterminados. En esto la revolución ciudadana es un retroceso histórico. Porque la palabra de un solo individuo, por importante que se sienta, no puede ser la ley para todos los demás, a no ser que se crea un amo. (O)