Por pura casualidad, a la misma hora en que por estos lados se buscaba ocultar las declaraciones patrimoniales de los funcionarios públicos, en España se divulgaban las de los principales dirigentes políticos. Mientras acá apenas podemos obtener vagos indicios de los bienes de unos pocos personajes, allá están expuestos a la luz pública. La información española ha circulado por los medios de comunicación como la cosa más normal del mundo. No podía ser de otra manera, porque en democracia la transparencia es parte de la normalidad. A nadie se le ocurre que sea algo extraordinario y menos aún que se trate de un asunto que deba ser encerrado con llaves y candados. Si ellos nos representan y están pagados con nuestros recursos, tenemos el derecho de saber si sus economías personales son limpias y ellos tienen el deber de demostrarnos que es así.
Al aludir al caso español, algunas personas podrán argumentar que la divulgación de las declaraciones de bienes no pudo evitar los numerosos hechos de corrupción que han afectado a ese país en los últimos años. Pueden tener razón, pero solo parcialmente, ya que esa disposición es apenas uno de los instrumentos requeridos para controlar la corrupción. Es necesario, pero no llega a ser suficiente. Para que el control sea efectivo deben estar presentes múltiples disposiciones y acciones que forman una cadena. Pero, si al inicio de esta no se encuentra la declaración de patrimonio, apenas funcionará como un débil hilo que se rompe con el primer tirón. Por ello, una mirada más detenida a la situación española seguramente dejará ver que ese punto inicial fue el que, en muchas ocasiones, hizo posible la identificación de los casos que terminaron en los tribunales.
Una de las justificaciones esgrimidas por quienes buscan ocultar bienes y capitales es la inseguridad que existe en el país. Es un argumento que resulta contradictorio cuando sale de boca de políticos oficialistas porque pone en duda las afirmaciones de las fuentes gubernamentales sobre los avances logrados en esa materia. Por otra parte, resulta inverosímil que un funcionario o un político puedan ser secuestrados o extorsionados con fines económicos. Más riesgo corre un ciudadano común y corriente que ha cumplido con su pago de impuestos y que tiene –como debe ser– su declaración a vista y paciencia de quien quiera verla. Es probable, por cierto, que la inseguridad a la que aluden los impulsores de la medida se refiera a la utilización de esa información con fines políticos, como se lo hace en las sabatinas e incluso en cadenas de radio. Pero, esa distorsión no puede ser motivo para sacrificar la transparencia, como sí lo es para exigir algo de ética en las alturas gubernamentales.
En términos patrimoniales, la vida del político y del funcionario público se divide claramente en un antes y un después. El punto de inflexión es el acceso al cargo. Todo lo que suceda con sus bienes y recursos a partir de ese momento es algo que debe estar saludablemente ventilado sin leyes que lo oculten. (O)