“Cuando veas un gigante, examina primero la posición del sol. No vaya a ser la sombra de un enano” (Novalis).
La banalidad es apenas el reverso de “la majestad del poder” en una sola y devaluada moneda. Una moneda que se desgasta inevitablemente, y más rápido cuando el imaginario poder se sostiene en el real de la fuerza y en su exhibición compulsiva, antes que en lo simbólico de la autoridad. Una exhibición que funciona como afirmación narcisista ante el espejo social, para conjurar el miedo a la pérdida de su eficacia, y la paranoia frente a los perseguidores fantaseados. Al final, el intimidante poderoso queda reducido a la amenaza y al gesto que se repiten sin cesar, predecibles en su estereotipia, agotables en su reiteración y patéticos en su impotencia definitiva. Un poder que se sostiene induciendo miedo y causando mucho daño a sus detractores, pero que al final resulta un tigre de papel que acude a la infantil rabieta como último recurso para salirse con la suya: “Si no hacen lo que quiero, me voy de la casa”.
“¿Y por qué no te vas, si tanto amenazas con hacerlo?”, podría preguntarle cualquiera al poderoso emperrado después de su enésimo anuncio. Porque no puede hacerlo, como el infante (His Majesty The Baby, decía Freud) que no tolera la frustración de sus caprichos, que todavía no aprendió que el mundo no gira por la omnipotencia de sus deseos, y que en algunos casos jamás aprenderá. O como el marido macho, que ha fracasado al creer que la violencia doméstica impone respeto a su mujer y a sus hijos, pero que no tiene a donde ir. O como el líder poderoso, que no puede largarse porque ello equivaldría a admitir su derrota y a no inscribir su nombre en los libros de historia, aunque esté desesperado por endosarle la papa caliente al sucesor. Pero ninguno de los tres anteriores quiere irse, tampoco. Porque se mueren del miedo y porque aprecian las comodidades que les provee la estructura, la misma que funciona –según ellos creen– mediante sus gritos y amenazas.
Sicut palea, locución latina que se traduce como “estiércol”, o como “basura, desecho, residuo”. Como aquel polvo y ceniza a los que nuestra grandiosidad personal se reduce después de la muerte. Como esa condición de resto en la que queda el antes supuesto omnisapiente psicoanalista –según Lacan– después de que su paciente ha terminado el análisis y ha descubierto que el saber está en otra parte, en el inconsciente. Como aquel desorden y desperdicio que resta después de una pataleta infantil, de un arrebato de furia doméstica o de un festival de la alegría gobiernista. Como aquella condición de sujeto ordinario en la que la mayoría de los niños termina inscribiéndose después de un largo proceso para integrarse a la sociedad y a la cultura. Como aquella calidad de hombre común en la que los machos no quieren ubicarse porque se sienten emasculados. O como aquel estatuto de ciudadanos al que algunos líderes poderosos no quieren retornar porque sus lacayos bien pagados les hicieron creer que son indispensables. Vanidad de vanidades, banalidad de banalidades, toda majestad del poder resulta finalmente sicut palea. (O)