Hace 28 años, en un balcón al pie del mar, en La Milina, cantón Salinas, departía yo con un grupo de amigos. De ese tiempo acá, fuimos y seguimos siendo ovejas negras del redil sin herencia en el reparto de servicios.

Somos testigos de una sucesión de alcaldías faltas de capacidad y civismo. Vivimos en un espacio donde el tiempo se congeló y mantiene incólumes viejos males.

Euvenia, dama afable y mesurada, cuando notaba que subíamos de tono nuestra conversación, nos recordaba: ‘No perdamos la compostura’. Un experimentado educador cuando yo asumí el rectorado de una importante institución educativa, hace algún tiempo, me sugirió: “Habla poco, escucha siempre; sé conciliador en las contiendas; infórmate exhaustivamente; no abdiques tus principios; usa un lenguaje sencillo, habla con mesura y ponderación; piensa primero, habla después. Usa el poder para el bien de la comunidad, no abuses de él”. Este mensaje, entregado por un amigo con la mejor de las intenciones, creo que puede ser de utilidad para quienes un buen día asumen funciones públicas o privadas para servir a la sociedad.

“Gritar desde un micrófono; endilgar a otros todos los males que aquejan a una administración; entrar ‘pateando al perro’ a una entrevista o rueda de prensa; perder la compostura física, moral e intelectual, etcétera”, es temerario. Cuando una autoridad incurre en estos defectos, sus actitudes se convierten en zonas de riesgo, porque son una entrega en bandeja de plata, a la crítica ciudadana que puede echar abajo sus mejores intenciones y sus decisiones más importantes.

¡Qué ponderada y visionaria fue Euvenia cuando nos recordaba que no debíamos perder la compostura.

La vida enseña, nos toca aprender de ella. (O)

David Samaniego Torres, doctor, Guayaquil