El excelentísimo señor presidente de la República es el único que puede definir quién está ideológicamente a la izquierda y quién a la derecha. Qué es revolución y qué no es.

Él marca el rumbo.

Él es el jefe del Ejecutivo. Bajo su mando están la Asamblea, la justicia, la Contraloría, la Fiscalía.

Él decide qué es lo que debe publicarse y lo que no. Lo que debe escribirse y lo que no. Lo que debe verse y lo que no. Lo que debe leerse y lo que no.

Él –y nadie más que Él– tiene la definición exacta de lo que es un golpe de Estado.

Él tiene la potestad de infamar a los otros y tiene protección para que los oprobios que lanza contra la dignidad de sus opositores, los insultos, las infamias, no puedan ser replicados en los mismos espacios que Él utiliza. Y, peor, que sean sancionados por los tribunales de la inquisición que Él ha creado y donde cotidianamente van a dar los periodistas que, a su juicio, han cometido el despropósito de contradecirle, de dudar, de denunciar los atropellos o las trapacerías que se cometen a lo largo y ancho de su mandato.

Él es el único capaz de reconocer cuándo llega a un pueblo la crisis y cuándo el buen vivir. Él es quien ve en un desempleado, un empleado; en un enfermo, un sano; en un analfabeto, un letrado; en un cagatintas, un sabio.

Él.

Él es quien sabe de títulos académicos y universidades, y mientras a las más altas autoridades de educación superior exige diplomas, doctorados, ve para otro lado cuando sus más cercanos colaboradores exhiben tesis copiadas o cuando una familia de cuatro miembros se gradúa con una sola tesis redactada a ocho manos.

Él es quien con más ardor defiende el empleo público y nada dice cuando cualquier funcionario nombra a sus familiares más íntimos en puestos burocráticos sin rubor ni pudor, o cuando esos mismos funcionarios facilitan a sus parientes jugosos contratos con el Estado.

Él es el único que puede, investido de su suprema autoridad, acudir a un juicio acompañado de sus guardaespaldas, sus ministros y sus áulicos para, con su presencia, intimidar a los jueces, y más tarde puede denostar de aquellos otros que lo hacen vestidos con sus uniformes: por más militares de alto rango que sean, ellos no son Él.

Él es quien decide quién es el que le subrogará cuando decida esperar que pase la crisis para regresar del retiro que por sí y ante sí se ha impuesto y que, además, contribuye a dar una imagen de alternabilidad a su eterna dictadura.

Él pone a temblar a sus ministros que, obsecuentes, bajan la cabeza y obedecen aun cuando sus órdenes contravengan los principios que antes defendieron y que fueron olvidando según la revolución se iba convirtiendo en una trinca de la que no quieren quedar fuera, a riesgo de perder prebendas y canonjías. Él pone a temblar a los asambleístas que, obsecuentes, bajan la cabeza y alzan la mano para aprobar textos dictados por Él.

Él interpreta la Constitución, decide cuándo se deben cumplir sus normas y cuándo no. Decreta lo que son enmiendas y lo que son reformas. Cómo deben cambiarse sus artículos y quién lo debe hacer.

Él es el único. Él, el excelentísimo. Si para alguien todavía no estaba claro, desde el jueves ya lo está. (O)