Varios lectores cuestionaron la columna de la semana pasada. En términos generales, la crítica se dirigió a lo que consideran como una adhesión a la interpretación del 30-S que el general González hace en su libro. Pero una relectura del artículo no permite llegar a esa conclusión. Apenas hay allí una referencia al texto y a una entrevista radial de su autor, tomados como factores que abrieron el debate. Nada demuestra una adscripción a esa u otras posiciones. Pero debe haber alguna explicación para que los lectores lo tomaran de esa manera, porque nada es fortuito en estos temas.
Quizás esa explicación se encuentra en el complejo mundo de las pasiones, que con demasiada frecuencia invaden la política. Para tratar de encontrarla es necesario comenzar señalando que era inevitable que en cualquier momento el 30-S volviera a las primeras planas. Estaban destinados al fracaso los intentos de encerrar lo sucedido a lo largo de ese día en una sola visión, en una verdad sellada a calicanto. Como todos los hechos sociales y políticos, lo ocurrido en el cuartel policial, en el recinto legislativo, en el antiguo aeropuerto, en las oficinas ministeriales e incluso en hoteles y espacios privados, podía –y puede– contarse y explicarse de múltiples maneras. Tratar de cubrirlos con una consigna, que ni siquiera es una interpretación, es el peor servicio que se le puede hacer al esclarecimiento de esos mismos hechos y sobre todo de la convivencia democrática.
Es obvio que cada una de las personas que hicieron de actores principales o secundarios en ese episodio tiene su propia versión, como la tenemos cada uno de los anónimos individuos que conformamos la enorme mayoría de simples observadores. Son versiones diferentes, divergentes e incluso contradictorias que, por eso mismo, conviene que sean conocidas, que se contrapongan y que sean sometidas a debate. Las verdades absolutas, esas que llueven las mañanas de los sábados, están bien allí, en esos espectáculos destinados a mantener y ampliar el número de seguidores. Tienen más de piezas publicitarias que de explicaciones políticas y por ello es conveniente que permanezcan en aquel nivel. En último caso, son las interpretaciones de una persona, tan respetables pero a la vez tan discutibles como las de cualquier otro hombre o mujer que, dicho sea de paso, puede dar su interpretación cuando y como le plazca.
Por ello, porque se trata de interpretaciones, es un contrasentido volver a amenazar con juicios y persecuciones a quienes digan que no hubo golpe ni secuestro e incluso a quienes sostengan que alguien deberá responder por el ataque al hospital. Son interpretaciones, no son calumnias, como también es una interpretación y no una calumnia sostener lo contrario. Por ello, el terreno adecuado para que se enfrenten unas y otras no es el de los legajos judiciales, como pretende hacerlo el fiscal. Es el espacio público, incluidos los medios a los que ahora el dueño de la verdad absoluta los acusa –con una afirmación que tiene poco de interpretación y mucho de lo otro– de hacer correr sangre. (O)