El escritor portugués José Saramago, aun muerto, sigue conmocionando con su obra: ya está en las librerías su inacabada novela Alabardas, alabardas, espingardas, espingardas (Bogotá, Alfaguara, 2014), publicada con ilustraciones del novelista alemán Günter Grass, y acompañada de textos del periodista italiano Roberto Saviano y del autor español Fernando Gómez Aguilera. A pesar de la grave merma de su salud, Saramago pudo corregir tres capítulos y, en notas de 2009 y 2010, anunciar el origen del libro, la evolución del título –que alude a antiguas armas de combate– y cómo iba a terminar la historia contada.

Una simple interrogante abre una seria reflexión que obliga, a quien lee, a pensar y a actuar: por qué jamás se ha producido una paralización en una fábrica de armas. Esta cuestión subraya, una vez más, que las preguntas sencillas son las más trascendentes porque dan cuenta de realidades cotidianas que muchas veces se pasan por alto. El personaje Artur Paz Semedo lleva veinte años trabajando en el área de facturación de armamento ligero y municiones de una antigua fábrica de armas; sus ambiciones son modestas y revelan el temple de este personaje: algún día quiere ser el responsable de la facturación de armas pesadas.

El drama que experimenta Paz es que su mujer Felícia lo ha abandonado debido a que ella es una militante pacifista que ya no soporta la convivencia con un oficinista que labora en una fábrica de armas; además, las aficiones de Paz podrían irritar a cualquiera: contempla con éxtasis cualquier armamento o se entusiasma grandemente con el estreno de una película de guerra. Sin embargo, en una esporádica charla entre los exesposos, ella lo insta a realizar una averiguación típica de una novela de espionaje: investigar en los archivos contables si en los años de la guerra civil española la empresa a la que él sirve vendió armamento al bando fascista.

La novela de Saramago, por tanto, no es solo acerca de la guerra, sino que abarca una serie de asuntos sobre las implicaciones éticas de lo que uno hace como tarea diaria. Mientras Paz cree que cada funcionario u obrero cumple un rol en una empresa de armas, justificado por la responsabilidad y las órdenes superiores, Felícia cuestiona esa idea porque, según ella, nunca se ha sabido de una huelga en una fábrica de armas. Este relato es una metáfora de la sociedad que hemos construido, cuyos principales dirigentes –políticos, hombres de negocio, los llamados líderes– prácticamente han armado una batalla en la que nos involucran.

Las guerras se hacen con tanques, metrallas, misiles y ejércitos, pero ¿no hay también una conflagración que se arma con palabras y que va polarizando a los ciudadanos en dos bandos, el de los buenos y el de los malos? La novela cuenta que en la contienda española varios obuses no estallaron porque los obreros sabotearon esa munición letal; en su interior llevaban un mensaje escrito: “Esta bomba no reventará”. Saramago está mostrando que una guerra puede ser desarmada desde dentro de la misma estructura que la concibe, la financia y la empieza. Quienes forman parte del aparato de la guerra a veces pueden ayudar a desmontarla.