La historia de Guayaquil es como la historia de las grandes ciudades del mundo.

En el centro de la ciudad existían conventillos de no más de 15 metros cuadrados que albergaban a cantidad de migrantes de todas las latitudes de la patria, los arriendos oscilaban entre 60 y 100 sucres, los hogares a más del padre y la madre contaban con por lo menos seis vástagos, que siempre teníamos hambre. Los padres hacían esfuerzos y muchos niños optamos por paliar las necesidades; casi por iniciativa propia hallábamos ocupación remunerada en la venta de cigarrillos en las calles, o de periódicos, de lotería, cosméticos, jabones, pastas; entregando a domicilio viandas que nuestras madres preparaban y un ejército de menores nos dedicábamos a lustrar zapatos. Nada de esto nos marcó la vida, por el contrario nos hizo hombres responsables, respetuosos. El lustrabotas es parte importante de nuestra guayaquileñidad y de todas las grandes metrópolis del mundo. Si hoy no tenemos muchos lustrabotas se debe a que predomina en más del 90% el zapato deportivo y a los betunes industrializados que se pueden encontrar en farmacias y supermercados. Nunca ha sido motivo de vergüenza ni marginalidad el ser lustrabotas; es la representación más ilustrativa del trabajo honesto y esperanzador. Tengo muchos amigos profesionales de primera línea que hoy con más de 60 años de edad recuerdan con orgullo el noble oficio que les ayudó a allanar el camino para triunfar. Un distinguido galeno guayaquileño, cuando uno de sus hijos se graduó de médico, en su intervención exponía con orgullo sus valientes inicios en la vida como lustrabotas y ante una audiencia de más de 60 connotadas personas contó que para trabajar en el parque Seminario tuvo que fajarse con el cabecilla de los betuneros en el parque y lograr su aceptación. Quiero unirme al homenaje que en la forma de una estatua se le hace al pequeño limpiabotas. Gracias, señor alcalde, por este gesto.

Miguel Alberto Rodríguez O., Guayaquil