De todos los términos y categorías diagnósticas psiquiátricas que el habla común incorporó al uso cotidiano, el de la “paranoia” es el más utilizado. Conocida desde la antigüedad y mejor definida durante el siglo XIX, la paranoia clásica designa un cuadro clínico que se caracteriza por una idea delirante, es decir por una idea falsa, patológica e irrebatible a pesar de la argumentación lógica o las pruebas de la realidad que le oponen los otros. El contenido de tal idea es, por lo regular, la convicción que tiene el sujeto de que él es perseguido, perjudicado, traicionado, aludido y/o espiado por otros. El paranoico sostiene su delirio con argumentaciones lógicas peculiares y extrañas interpretaciones de la realidad que para él representan pruebas de su verdad.

Aunque la verdadera paranoia designa una psicosis crónica poco frecuente, ¿por qué usamos este término para referirnos a cierta sensación de ocurrencia más ordinaria y transitoria que podemos experimentar en nuestra vida social e institucional? Quizás porque la paranoia está vinculada a un momento del desarrollo en todos nosotros, el de la constitución de nuestro yo. Fundamos nuestro yo, en la infancia, mediante un proceso de identificación con nuestra imagen en el espejo y con la imagen de nuestro semejante que también hace de espejo. Esto determina una confusión inicial e imaginaria entre el yo y el otro que es la base de nuestra primera lectura de la realidad. En esta primera construcción que el yo hace de la realidad, proyecta en ella y en los otros sus propios deseos y afectos (amor y odio), y a su vez se siente influido por los demás.

Por esto llamamos “paranoide” a este primer vínculo que todos establecemos con la realidad social. De esta primera confusión dual y conflictiva entre el yo y el otro, el niño será rescatado por una instancia tercera (la función paterna) que lo ayude a distinguirse de los otros y a diferenciar sus propios procesos psicológicos, afectos y deseos, de aquellos de los demás. Solamente los verdaderos paranoicos quedarán estancados en esta primera construcción paranoide de la realidad social, y de allí surgirá su delirio posterior proyectando en los demás sus propios procesos psíquicos. Aquellos que nos consideramos “normales”, habitualmente distinguimos nuestra realidad subjetiva de aquella que consideramos ajena y exterior. Sin embargo, bajo ciertas circunstancias, todos estamos sujetos a la posibilidad de retornar a ese momento primero. Es decir, todos podemos eventualmente volvernos paranoicos por instantes o por tiempos más prolongados.

La intensidad de nuestra vida amorosa nos expone a ello a veces, igual que nuestra vida familiar, social y laboral, y nuestros contactos con las instituciones. Allí se producen aquellos desvaríos persecutorios o amorosos breves y de consecuencias no muy graves que la gente comúnmente llama “paranoia”. Pero lo que más interesa en este punto es la paranoia “inducida” que aparece en la vida política de los pueblos, porque es la que más desgracias, guerras y muertes ha causado durante la historia de la humanidad. ¿Cómo es posible que naciones enteras sean guiadas hacia la destrucción de otros pueblos con odio hacia ellos y por el amor a un líder (…) paranoico? (Continuará).