El 23-F trajo consigo no solamente un revés electoral para el oficialismo sino que, además, y a manera de válvula de escape a tanta presión traumática poselectoral, abrió espacio a un tema que entendíamos resuelto por la Constitución de Montecristi, en cuyo art. 114 determina que “las autoridades de elección popular podrán reelegirse por una sola vez, consecutiva o no, para el mismo cargo”.

Así, algunos actores políticos, de pronto, en actitud pueril y hasta servil con el poder, no encontraron mejor bálsamo para sanar sus heridas de campaña, que relativizar el término “alternabilidad”. Según ese enfoque, habría que revisar aquello de la reelección, enmendando la Carta Magna, a fin de robustecer –a través de la continuidad– el socialismo del siglo XXI.

Pero lo curioso, y a pesar de que la gente utiliza a diario la palabra ‘alternabilidad’, esta no consta en el Diccionario de la Lengua Española, como tampoco aparece en los manuales de ciencia política la figura de una democracia madura sin alternancia.

Lo que hay es la alternación, que según lo refiere Rodrigo Borja, “constituye una de las cinco características esenciales de la forma de gobierno republicana...”, es decir, esa organización que se halla definida, en el caso de Ecuador, en el art. 1 de su Constitución y en la que, conceptualmente, “...el ejercicio del poder (...) está sometido a límites de tiempo...”.

Esto último resulta determinante a la hora de etiquetar a un país como democrático y civilizado; pues, no olvidemos que, según lo recuerda el tratadista Borja, la alternación fue uno de los elementos vitales que entregó al mundo la Revolución Francesa, en abierta contraposición a la monarquía, ese gobierno ‘de uno solo’ que privilegiaba lo unipersonal, vitalicio y hereditario para el cargo supremo. Sin duda, atrás quedaron esos oscuros días en que el absolutismo daba pábulo a que el Rey se equiparara con el Estado.

En esa línea de análisis, la democracia se convierte en un término que no admite interpretaciones extensivas, más aún cuando el poder a más de tener límites y contrapesos, en esencia, se presenta como temporal, es decir, permeable a las diferentes corrientes ideológicas y no sometido, de modo alguno, a la dictadura del pensamiento único o a liderazgos mesiánicos.

De ahí que, por ejemplo, se debilita la interpretación que hiciera en el año 2008 el presidente Correa en torno a lo que se entiende por democracia. En esa oportunidad, nos decía, palabras más, palabras menos: “...esa es otra cosa que debemos entender. Aquí que debe haber elecciones cada cuatro años, que alternabilidad. Eso está muy bien para nosotros. Pero también hay otras culturas. ¡Ah! no, es que todo el mundo debe ser así. Bueno, entonces, digámosles a los reyes europeos que se sometan a elecciones (...). Que en Libia haya otro sistema de comunidades de base, que elijan permanentemente al mismo dirigente, ¡uh! Qué terrible. Entendamos que hay otras visiones, otras culturas, otras formas de ver el mundo, otras clases de democracia. Entendamos eso, por favor:..”.

No obstante, más tarde, el remezón de la primavera árabe y la gran agitación provocada por las protestas ciudadanas en Europa y en el resto del mundo, contradijeron ese concepto y ahora confluyen, más bien, en algo básico: exigir más libertad y participación ciudadana.

En síntesis, la democracia, sin ser un régimen perfecto, en su parte medular, tiene una interpretación concreta, siendo la alternación uno de los componentes esenciales en su engranaje.