Cuando leí El Proceso de Kafka hace muchos años, de hecho era estudiante de la carrera de Derecho todavía, la visión de Josef negándose a suicidarse con el cuchillo que sus verdugos le ofrecían, me pareció entre poética y heroica; la expresión de quien aun como víctima de un sistema perverso mantenía un mínimo de entereza ante la adversidad. Tiempo más tarde Der Prozess cayó nuevamente en mis manos, esta vez en el idioma en que fue escrito y ya con varios años de experiencia como abogado en libre ejercicio profesional. La perspectiva era diferente, pues ya había saboreado las “mieles” de la administración de justicia. Sabía lo cruel que puede ser un sistema procesal, especialmente el penal, y la forma en que ciertos bellacos enfundados en trajes de jueces o autoridades pueden actuar. La confesión o el procedimiento abreviado ofrecidos al procesado, a la manera en que los verdugos ofrecieron el cuchillo al Josef kafkiano, se constituían en un recordatorio permanente de la reificación de la que aquel es víctima y de la lógica sacrifical que aún hoy impregna nuestra sociedad.

Josef no conocía cuáles eran los cargos que se le imputaban, menos aún tenía posibilidad de recibir un juicio justo o esperar un juez imparcial. La sentencia condenatoria estaba garantizada por interrogatorios sibilinos y toda una estructura de poder en su contra. Nada más que una reedición de los procesos de los tribunales inquisitoriales instaurados en la Edad Media, en los cuales la impotencia del marido bastaba para demostrar que la mujer había copulado con el diablo e incurrido en brujería. La hoguera era el corolario seguro. Los inquisidores, en su mayoría seguidores de Domingo de Guzmán, hacían su trabajo adecuadamente, verificando la eficiencia de su labor en el porcentaje de procesados que habían recibido condena. Los “Perros de Dios”, como se hacían llamar, cumplían su cometido con celo, sintiendo que con cada inmolación servían a una deidad supuestamente complacida por la sangre y gritos de los condenados. No hacían falta denuncias firmadas, la prueba de cargo se presuponía y bastaba la acusación de herejía como para revertir la carga de la prueba, así como para desconocer la presunción de inocencia. Lo anterior llegó a mi conocimiento a través de la academia, por la vía del análisis histórico del Derecho Procesal Penal. La facultad sancionatoria del poder, formalizada y legitimada mediante un proceso, ejercida de manera arbitraria y autoritaria, se presentaba como una entelequia superada por nuevas teorías constitucionales. Una etapa de oscurantismo punitivista que afortunadamente la humanidad había abandonado hace ya tiempo. Ahora tenemos constituciones garantistas que al menos en el texto, no dan lugar a una aplicación tan burda de la sanción. Masacres y holocaustos fueron el motor que impulsó al Derecho a niveles que excluyen este tipo de violaciones. Derechos Humanos construidos a base de sangre y dolor.

Nuestro país no ha estado fuera de esta línea de desarrollo constitucional, a tal punto que a partir de la Constitución de 1998 se define al Estado como social y democrático de derecho, corrigiéndose la plana en la actual con la expresión “de derechos y justicia”. Los derechos como norte que guían la actuación del poder.

Todos estos derechos plasmados en el texto, simplemente se constituyen en una utopía frente a la praxis de nuestra administración de justicia y gubernamental. Comparecer ante la autoridad para explicar una caricatura es suficientemente explicativo como para demostrar que las estructuras inquisitoriales se encuentran intactas. Escuchar cómo la misma autoridad que debe decidir la imposición de una sanción acusa a un caricaturista de promover la “agitación social” o exigir la explicación de un dibujo, asumiendo que una expresión de arte humorístico debe basarse en información contrastada, es suficiente como para darse cuenta de que las estructuras autoritarias descritas en párrafos anteriores perviven. Bastó una sabatina y la descalificación del humorista por la suprema voluntad, como para que los nuevos y agenciosos “Guardianes de la Fe” decidieran de oficio iniciar un procedimiento contra él. Lo demás se encuentra suficientemente documentado por los medios de comunicación, que presenciaron en primera fila cómo una funcionaria de la misma entidad controladora y sancionadora, cual si se encontrara en un recinto legislativo o en la asamblea de una cooperativa de taxis, gritaba “punto de orden” mientras realizaba mi intervención, al considerar que había excedido los quince minutos que graciosamente se me había concedido para sustentar la defensa. Esta criatura del Señor consideraba que su posición de coordinadora de la escena kafkiana le permitía decidir cuándo interrumpir a las partes, sin cuestionarse siquiera la vulneración que esto suponía de elementales derechos constitucionales. Seguramente no lo hacía por maldad, sino por convicción, pues nada más irracional que un funcionario fanatizado por algo que se denomine como “el proyecto”. Mientras tanto, mi defendido, con su acostumbrado buen humor, dibujaba otra caricatura que retrataba de cuerpo entero al poder.

Josef no conocía cuáles eran los cargos que se le imputaban, menos aún tenía posibilidad de recibir un juicio justo o esperar un juez imparcial.