Ha habido desde siempre una tensión en el contenido de la fe cristiana: unos ven en Cristo preferentemente al Hijo de Dios; lo honran más con aleluyas. Otros ven en Cristo preferentemente al hombre. Lo honran preferentemente, empeñándose en hacer del mundo una morada digna de la humanidad. Cuando la preferencia degenera en exclusividad, se desvanece la fe cristiana. Cristo no es un superhombre; es el Hijo de Dios, que entró en la historia, tomando la humanidad en el seno de María. El contenido de la fe cristiana de los ecuatorianos es, por supuesto, el mismo de todos los cristianos; sin embargo, tiene una insistencia en dos momentos: el de la infancia y el de la muerte; el periodo intermedio, el de sus enseñanzas formales durante su vida pública queda en la penumbra.
¿Por qué el Dulce Jesús mío, el Manojo de flores en algunos templos se transforma casi sin transición (aun después de la renovación conciliar) en el Cristo del Consuelo, en el atormentado Señor del Gran Poder, en el Señor de la Misericordia? No será porque, así como un niño que nada pide, nada exige, así también el Crucificado nada pide para él, carga nuestras responsabilidades y nos libera de las mismas? Todos adoramos al Niño Jesús; a todos nos conmueven los dolores del Crucificado. ¡Qué bien! Pero no basta, porque separamos en Cristo a Dios del hombre, separamos la fe de la vida humana. También porque tenemos la impresión de que ni el Niño, ni el Crucificado nada exigen. Así, la fe se queda en medio camino hacia el encuentro con Dios y hacia el servicio al hombre.
Jesús no solo en sus discursos, no solo en su modo de vivir, de relacionarse y de morir, sino también en las circunstancias de su nacimiento, de su crecimiento como niño, nos enseña, nos habla; Él es la Palabra de Dios. El Niño Jesús tiene una primera enseñanza, la de que Dios puede salvarnos sin concurso de nadie, sin consultar a nadie, pues como Dios ya sabe todo, pero enseña que Dios quiere tener necesidad de colaboradores, quiere conocer al humano desde lo humano, quiere salvar al hombre por medio de lo humano. Consulta, escucha, no trata a sus colaboradores como maniquíes. Otra enseñanza es el diálogo. Jesús, porque sabe todo, sabe que hay junturas, en las que hay elementos desconocidos. Dialogar es conocer la realidad desde la realidad del otro, para actuar racionalmente. Quien tiene autoridad puede actuar sin consultar; pero si no consulta, actúa como un prepotente, que busca primero imponer su voluntad, su ideología; no tanto de acuerdo con respeto a la identidad de las personas y de la sociedad. No solo quien ejerce la autoridad quebranta el diálogo; lo quebrantan también quienes, por inconfesable cobardía, o por conveniencia egoísta, no expresan sus ideas; ideas que ellos airean estérilmente lejos del interlocutor.
El diálogo es irrenunciable en toda sociedad. La Iglesia en su magisterio lo promueve, a veces como penitente, porque no siempre lo ha vivido.