Lo más visible de la crisis venezolana es la escasez de productos de primera necesidad, con sus secuelas de inflación y especulación. Como corresponde a situaciones de polarización extrema, esa realidad encuentra dos explicaciones totalmente contrarias. Desde el lado gubernamental o, en general desde el chavismo, se sostiene que es el resultado de la guerra económica declarada por la burguesía y el imperialismo. Desde la oposición se alude a la incapacidad del presidente y al errado modelo económico y político aplicado no solamente bajo la gestión del actual mandatario, sino desde el inicio de este proceso hace más de una década. Los primeros creen que la solución inmediata está en el fortalecimiento de los poderes presidenciales, mientras los otros sostienen que es necesaria su sustitución y la definición de un rumbo radicalmente diferente.

A pesar del abismo que las separa, ambas posiciones están fuertemente hermanadas por su visión de corto plazo, por la dificultad para ver más allá de lo inmediato. Es obvio que así suceda, porque las condiciones políticas las colocan frente a hechos que requieren definiciones y decisiones inmediatas. Pero, sobre todo –y ese es el asunto de fondo– es inevitable porque ninguna de las dos quiere romper con la historia rentista en lo económico y clientelar en lo político de la Venezuela petrolera. De allí se derivan los problemas actuales. Estos pueden haberse agudizado por la incapacidad gubernamental y por la especulación de algunos grupos, pero ya estaban allí desde mucho tiempo atrás.

Estaban ya en el espejismo de la Venezuela-Saudita, como irónica pero a la vez orgullosamente la llamaban los propios venezolanos. Están allí desde los tiempos en que el whisky se fue transformando en la bebida nacional y desde cuando se importaba agua de Escocia para acompañarlo. Están desde los años en que no faltaba quien se trajera aire comprimido desde los Alpes para hacer respirable el contaminado aire de Caracas. Están desde los días en que el “ta’barato, dame dos” se convirtió en la frase que los identificaba en los centros comerciales de la Florida.

La vida barata asentada en la renta petrolera fue estructurando una economía cada vez menos productiva, pero llena de incentivos para el consumismo. Impulsó también un tipo de política asentada en las relaciones clientelares, bajo el entendido de que a cada uno le correspondía una parte de esa renta. Mientras tanto, iba desapareciendo la agricultura, se incrementaban los niveles de corrupción y la convivencia se hacía insostenible. El caracazo de 1989 fue la primera señal de alarma a la que nadie dio la importancia que se merecía. Erróneamente se lo interpretó solo como una reacción contra el ajuste neoliberal, cuando en realidad era la expresión del agotamiento del modelo mantenido desde el inicio de la exportación petrolera.

Los gobiernos que vinieron después, incluidos los de Hugo Chávez, nada hicieron por ir a la raíz de los problemas. Al contrario, insistieron en lo mismo. Las últimas medidas lo expresan claramente. “Ta’barato, compren dos” es la orden presidencial. La Venezuela-Saudita ya es de todos.