Está difícil el debate sobre género en el país. La mayor parte del tiempo se encuentra salpicado de prejuicios de todo tipo. De vez en cuando, además, aparecen aquellos respetables médicos y psicólogos asegurando, con la ciencia en la mano, que el problema de la homosexualidad o bisexualidad radica en su “antinaturalidad”, en que es un “desvío” de una sexualidad normal y sana (que es siempre heterosexual). Para algunos de ellos, estas “desviaciones” deben ser extirpadas de la vida social (mediante curiosos tratamientos y reclusiones). Otros, más “liberales”, piensan que al homosexual debe tolerárselo como se tolera al inferior, al dañado, al que algo le falta.

Debo confesar que me resulta difícil entender el argumento de “antinaturalidad”. En principio porque el coito entre animales del mismo sexo es una práctica demasiado extendida como para pensar en una “ley natural heterosexual”. Además por qué pensar que la heterosexualidad es natural porque en la “naturaleza” existen machos y hembras, es reducir la sexualidad al acto reproductivo. La sexualidad humana es bastante más compleja que el mero acto de reproducción de las especies (para el que sin duda es imprescindible el concurso de machos, por un lado, y hembras, por otro).

El problema, desde luego, va más allá de ello: las mismas categorías de “heterosexualidad” y “homosexualidad” son conflictivas en sí mismas. Se equivocan los que piensan que la “heterosexualidad” es una noción presente desde el principio de los tiempos. En ningún caso la “heterosexualidad” ha sido la norma o el ideal de todas las culturas de la historia. Ni en Occidente ni fuera de él. De hecho, la “heterosexualidad” como categoría universal que describe una sexualidad “normal”, “no desviada”, es un invento bastante reciente: tiene menos de dos siglos.

El filósofo francés Michel Foucault, en su Historia de la sexualidad, nos advertía sobre el peligro de proyectar categorías del presente para abordar el pasado. En la Grecia antigua, por ejemplo, no existían dichas categorías. Se tenía una actitud diferente hacia la sexualidad: el coito entre individuos del mismo sexo no era considerado en lo absoluto un “desvío” antinatural. Existía el acto, la práctica, pero no un sujeto heterosexual sobre el que se centraban exclusivamente los atributos de normalidad y naturalidad. Incluso para culturas antiguas posteriores que condenaban estas prácticas, como el cristianismo, la sodomía (como la fornicación o la masturbación) era en el peor de los casos un “pecado” (es decir, una acción condenable) y no un tipo de persona que formaba parte de un grupo humano distinto del resto. Es decir, el acto no era lo mismo que el sujeto.

Lo heterosexual como signo de normalidad o salud sexual es una construcción sociocultural posterior. Jonathan Ned Katz, en su libro La invención de la heterosexualidad, rastrea la historia del concepto. La primera mención al término “heterosexual” data de una fecha tan reciente como 1869. Pero el uso del concepto tal como lo entendemos hoy (el heterosexual como individuo sexualmente sano), es una noción que se fraguó lentamente en el siglo XX y a la que contribuyeron no solamente el prejuicio religioso y el machismo, sino también aproximaciones como el psicoanálisis freudiano (para el que la heterosexualidad era el patrón “exitoso” de comportamiento sexual).

Desde luego, con estas breves observaciones no estoy diciendo que el coito entre individuos de diferente sexo sea una invención reciente. Mi intención ha sido, más que nada, despejar dos malentendidos básicos del debate: 1) El coito entre individuos de diferente sexo no es ni más antiguo ni más natural ni más sano que el coito entre individuos del mismo sexo: ambas son prácticas igualmente antiguas y extendidas entre animales y humanos; 2) La idea del heterosexual como individuo sexualmente sano es ajena a muchas culturas. Es una noción que no se apoya en la biología, sino en una invención sociocultural reciente que clasifica y divide a los individuos por su orientación sexual en buenos y malos, sanos y enfermos, rectos y desviados.

El sujeto heterosexual es invisible. Pasa sin ser notado. Nadie lo pone en duda puesto que sigue el patrón “normal” de comportamiento sexual. Lo que está señalado y marcado por todas partes es la “perversión”: la homosexualidad, la bisexualidad, etc. Pero basta escarbar solo un poco para descubrir las construcciones culturales que han moldeado a unos y a otros. Como ya había advertido Judith Butler, ninguna identidad de género es una esencia immutable. Ninguna tiene una base en la naturaleza o en la biología. Y desde luego ninguna debería ser una norma ni una obligación. Vale recordarlo a la hora de plantear el debate de género.

La sexualidad humana es bastante más compleja que el mero acto de reproducción de las especies (para el que sin duda es imprescindible el concurso de machos, por un lado, y hembras, por otro).