Junto con los cuerpos policiales especializados y con los grupos de choque, los regímenes autoritarios valoran enormemente la propaganda como uno de los instrumentos para mantener la paz de funeraria que tienen como objetivo. El ejemplo que viene a la cabeza cuando se habla de esto es la Alemania nazi, con Göring repitiendo la mentira hasta que se convierta en verdad. Mientras las bandas de las camisas pardas se encargaban de los cuerpos, la propaganda trabajaba en los cerebros. Pero es menos conocido lo que hizo durante un tiempo bastante más largo su hermana gemela, la dictadura franquista. Fueron los años del No-Do, que ahora podemos conocerlos gracias a la televisión española.

A inicios de la década del cuarenta se instauró el programa Noticiarios y Documentales (sintetizado en No-Do para el consumo masivo). La receta era sencilla y eficaz. Consistía básicamente en la proyección obligatoria en todos los cines, antes del inicio de la película, de un noticiario que recogía las realizaciones del régimen y sobre todo de su caudillo. Era lo que ahora llamaríamos una cadena, pero propia de la época prehistórica en que no había televisión. Allí estaban infaltablemente las inauguraciones de obras, las bondades del régimen, la apología de los valores de la españolidad encarnados en el caudillo y, sobre todo, los discursos de ese personaje de voz aflautada. Como para que nadie olvide que gobernaba por la gracia de Dios.

Cuando el No-Do ya había recorrido largo trecho, en 1966 el ministro de Turismo y Comunicación, Fraga Iribarne, impulsó una ley de prensa que buscaba, entre otros fines, darles un carácter moderno y jurídico a esas acciones. Sin asomo alguno de ironía, la ley comenzaba afirmando que la libertad de expresión estaba plenamente vigente. Más adelante, se explayaba en lo que verdaderamente importaba, como cuando establecía que el gobierno tendrá derecho a conocer todo lo referido a las finanzas de los medios y a comprobar su tiraje (artículo 25). Hacía al medio responsable de todo lo que se decía en sus páginas, incluso de las opiniones de los columnistas y de los entrevistados (artículo 39). Para mayor eficiencia, les daba a los directores de los medios la facultad de vetar los contenidos (artículo 37), con lo que aseguraba la autocensura y las opiniones indeseables eran eliminadas en la víspera. Por si algo faltara, los responsables de los medios debían consultar al gobierno sobre los contenidos, directamente, sin un Consejo que hiciera de intermediario (artículo 4) y obligaba a publicar información de interés general (artículo 6). Finalmente, como corresponde a un régimen orgullosamente nacionalista, en las empresas periodísticas y editoriales solamente podían participar personas naturales o jurídicas españolas (artículo 50), no fuera a ser que se filtraran las ideas descabelladas que andan dando vueltas en el mundo exterior.

Menos de una década después de la expedición de la ley, el franquismo murió con el caudillo. Mientras estuvo vigente, el largo espacio del No-Do fue aprovechado para hacer realidad el largo beso que no podían darse en los parques ni en las calles.