Opinión Internacional, Bill Keller

En Bebek, el exclusivo suburbio de Estambul, a las 9 p.m. en punto, los comensales empezaron a golpetear las mesas con las manos o las copas de vino con los tenedores. Las embarcaciones que pasaban por el Bósforo sonaban las sirenas y prendían y apagaban los faros. Era una sinfonía refinada de solidaridad con los manifestantes que unos días antes confrontaban mangueras y gas lacrimógeno en el corazón de la ciudad y otros sitios de Turquía.

En su mayor parte, la policía redujo a la sumisión a esas batallas callejeras que nos llamaron la atención este verano y las cámaras del mundo prosiguieron su camino, pero la vida posterior es interesante.

Lo que pasa en Turquía no es “Les Miserables”, ni la primavera árabe. No es un levantamiento nacido de la desesperación.

Es la más reciente de una serie de revueltas que surgen en la clase media: los que tienen, instruidos, urbanos, que de alguna forma han sido los principales beneficiarios de los regímenes que hoy rechazan.

Vimos algunas primeras versiones en China en 1989, en Venezuela en el 2002. Las vimos en Irán en el 2009, cuando las muchedumbres cosmopolitas protestaron contra la línea dura teocrática. Lo vimos en Rusia en el 2011, cuando las legiones de treintañeros salieron de los cubículos de las oficinas gritando su desprecio por el gobierno despótico de Vladimir Putin. Mientras en Turquía seguía propagándose, borboteaba el descontento en Brasil, donde otro partido gobernante más parece ser víctima de su propio éxito.

La vanguardia en cada caso es mayormente joven, estudiantes o recién llegados a la fuerza laboral de profesionistas, que dejaron atrás la conformidad temerosa de la generación de sus padres. Con las necesidades económicas más o menos satisfechas, ahora ansían una voz, y respeto. En este siglo de medios sociales, en gran parte, se movilizan por medio de Facebook y Twitter, redes de usuarios que eluden a una prensa institucionalizada e intimidada.

Varían los agravios detonadores. Aquí, en Estambul, fue un plan para construir una mezquita y otras estructuras en una parte de los espacios verdes en disminución. En Brasil fueron las tarifas de los autobuses. Para cuando las protestas llegaron a la masa crítica, se trataban de algo más grande y más incipiente: dignidad, los beneficios de la ciudadanía, las obligaciones del poder.

Debido a que, por definición, estos manifestantes tienen algo que perder –y porque los autócratas lo saben– al final se vence a los levantamientos y se los somete, al menos en el corto plazo. Las autoridades se engañan a sí mismas creyendo que resolvieron el problema. Eso me recuerda de aquel viejo chiste de piratas: continuarán los azotes hasta que mejore la moral.

Sin embargo, la moral no mejora. Hay un nuevo alejamiento, un nuevo anhelo, y, al final, esta energía encontrará una salida. En cierta forma, distinta en cada país, se ajustará el contrato social.

Los manifestantes en estas revueltas de la clase media tienden a ser huérfanos políticos, carentes de liderazgo, sin partido, no particularmente ideológicos. Para alcanzar un nuevo equilibrio, o la clase en ascenso debe organizarse o la clase gobernante debe recibir el mensaje o, idealmente, ambas cosas.

En China, Irán y Rusia, donde los regímenes están más establecidos en su crueldad, los descontentos podrían tener una espera más prolongada. Sin embargo, hay que observar a Turquía. El cómo Turquía, en tanto socio en la OTAN y un puente hacia el tumultuoso mundo islámico, encuentra su nuevo equilibrio, tiene significado tanto práctico como simbólico para el resto del mundo.

Estados Unidos aceptó hace mucho al primer ministro Recep Tayip Erdogan como el modelo de un reformista musulmán moderno. El primer ministro turco, durante su década en el poder, ha apaciguado al Ejército en su hábito de realizar golpes de Estado, incrementó el nivel de vida en forma drástica, ofreció una rama de olivo a los kurdos con mentalidad separatista y demostró –solo en la región– que el islam es compatible con las elecciones libres y con una prosperidad generalizada. Cuando la guerra civil desgarró a la vecina Siria, Erdogan (afrontando la desaprobación de un electorado que tiende a ser más aislacionista) condenó las brutalidades del presidente Bashar Asad y proporcionó campos para cientos de miles de refugiados sirios. Tanto George W. Bush como Barack Obama consintieron a Erdogan.

© 2013 New York Times
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(Lea mañana la última parte de este artículo).