El Mashi repite siempre una frase que en su mente sonará lapidaria: “la libertad de prensa ha sido históricamente la libertad del dueño del medio de prensa” (#chan). Y con ello pretende justificar sus proyectos de censura (perdón, de regulación) mediática.

Lo paradójico del caso es que de alguna manera tiene toda la razón. La propiedad privada de los medios de prensa ha sido su mayor garantía de independencia frente al poder. La propia Encyclopédie, potenciador intelectual de la Ilustración, no hubiese sido posible sin el ánimo de lucro de sus propietarios. Fue una empresa privada iniciada por un grupo de intelectuales franceses, en 1750, que se convirtió en éxito editorial, responsable parcial de la explosión de las ideas liberales por toda Europa y el mundo. Denis Diderot, su editor y fundamental artífice, se enfrentó en sus inicios a la ruina económica, a la censura e incluso a la cárcel para sacarla adelante.

Lo describe Philipp Blom en su libro sobre esta hazaña: “A la hora de la verdad, la Encyclopédie sería […] mucho más lucrativa de lo que habían pensado los libreros […] no solo tenía ramificaciones ideológicas para la Iglesia y para el Estado, sino también otras económicas muy importantes para el comercio del libro francés”.

Y, desde luego, también hicieron lo posible por silenciar a Diderot y sus socios, tachándolos de enemigos del “interés público”, del “Estado”, del “bien común”, y de la doctrina religiosa oficial (aquí le llaman Buen vivir). Lo bueno es que la mirada torpe de los censores de la fe y las buenas costumbres (hoy les dicen superintendencias) era burlada con ironías y sarcasmos encubiertos.

Como en materia política y religiosa los autores no podían defender tan frontalmente la libertad, en economía se explayaron. En una entrada, encargada al economista Étienne-François Turgot, existen frases que por su simpleza y realismo siguen siendo un diagnóstico del presente: “mientras que el curso natural del comercio es suficiente para la creación de mercados, nos vemos enfrentados al desafortunado principio de… la manía de controlar y regularlo todo y nunca servir a los verdaderos intereses del pueblo”. Esta, como tantas otras, es una verdad que seguimos sin digerir.

Imaginemos qué hubiese pasado si los emprendedores de la Encyclopédie no hubiesen sido dueños de la imprenta, si el ánimo de lucro de sus inversores no hubiese facilitado los medios económicos necesarios, si hubiesen sucumbido a la pesada persecución del Estado. Imaginemos que la autoridad de turno hubiese limitado su libertad en nombre de aquellos que no pueden pagar la suscripción, aduciendo que estos no pueden acceder a fuentes alternativas de información y por tanto, son proclives a la manipulación de sus autores. Imaginemos que, en vez de accionistas privados, el control hubiera sido asumido por una Superintendencia Enciclopédica Nacional. Me lo imagino: nos quedábamos sin Ilustración.

Pero la mojigatería es fuerza poderosa todavía en el mundo de las letras y el periodismo. El ánimo de lucro todavía espanta. Quizá deberían serenarse con una lapidaria verdad que Gabriel Zaid recordó hace poco: “la cultura libre nace en el mundo comercial. Gutenberg era empresario; Leonardo, contratista; Erasmo, freelance”.

Imaginemos que, en vez de accionistas privados, el control hubiera sido asumido por una Superintendencia Enciclopédica Nacional. Me lo imagino: nos quedábamos sin Ilustración.