Las amenazas para las democracias ya no se presentan con el ruido y la brutalidad de los golpes militares. Ahora vienen empaquetadas en una extraña combinación de leyes, decisiones políticas y apatía de la sociedad. Lo sorprendente es que las leyes son expedidas por unas instituciones constitucionalmente establecidas, los mandatarios son democráticamente elegidos y la sociedad nunca ha tenido mejores recursos a su alcance para expresarse y actuar. Antes, las cosas se llamaban por su nombre, entonces un golpe eran un golpe y una dictadura –o sea, lo que venía después del golpe era una dictadura–. Ahora, como no hay golpe tampoco hay dictadura y estamos condenados a seguir llamándole democracia aunque haya perdido varios de los atributos que son sustanciales en un régimen de esa naturaleza.
La plena vigencia de las libertades es, entre esos atributos, el primero que va siendo erosionado por aquellas amenazas de nuevo tipo. La existencia del Estado de derecho, un elemento insoslayable de la democracia contemporánea, no tiene importancia para unos gobernantes que consideran que no se pueden atender las necesidades económicas y sociales de la población al mismo tiempo que se respeten irrestrictamente sus libertades. Como en los tiempos de auge del estalinismo, consideran que la igualdad no se puede alcanzar en un ambiente de libertad. Hay que sacrificar a esta porque así lo exige el ideal igualitario o, para decirlo en términos más cercanos, el buen vivir, el Sumak Kawsay.
Atrás de todo esto hay una idea primitiva de la sociedad y un diagnóstico arcaico del mundo en que vivimos. Para decirlo en pocas palabras, los gobernantes y sus seguidores creen estar frente a una sociedad que solamente está preocupada de “tragar primero, luego la moral”, como entona el coro de La ópera de tres centavos, de Brecht. Las personas de carne y hueso se reducen a un listado de sus necesidades básicas y de las obras materiales que son necesarias para satisfacerlas. La carretera y el bono se convierten en la medida que da cuenta del avance de esos regímenes.
La participación es otro de los atributos de la democracia que se va erosionando. La triste imagen de la sociedad proyectada por esos señores incluye una particular concepción del papel que ella debe desempeñar en los procesos políticos. Si ellos la representan, si están ahí para hablar en su nombre (“su” de ella y “su” de ellos, que son una única cosa), no tiene sentido que la sociedad actúe por su cuenta, que delibere, que se exprese, que se comunique. Basta nuevamente con que el coro repique. Pero, eso sí, que no replique.
Con el Estado de derecho reducido a una caricatura de sí mismo, con gobernantes que consideran su pasajera mayoría como ausencia de límites para su mandato y con una sociedad sometida a la pasividad y a la abulia, las democracias pierden su sustancia. Los politólogos y toda una fauna de estudiosos andan ocupados con buscarle un nombre a este nuevo producto derivado de unas amenazas que no son potenciales. Son reales y legales.