Testimonio | Luis Alberto Cabrera

Cuando tenía 7 años, con mis padres y dos tiernos hermanos, salimos de un pequeño cuarto que alquilábamos en la ciudadela Ferroviaria. Decidimos buscar otro sitio para habitar y llegamos a un sector cubierto de lodo y montes, que ahora es la cooperativa de viviendas 12 de Octubre, más conocida como la Doce, en Mapasingue oeste, en Guayaquil. Mi hogar.

Unas 500 familias, de distintos lugares del país, nos asentamos en la invasión. Después de pagar 1.000 sucres, tomamos posesión de un pedazo de terreno de 9 x 18 m, asignado por los dirigentes. Con machete en mano cortamos árboles, maleza y quemamos todo tipo de materiales inservibles para levantar las estructuras de caña y madera.

El desalojo de cientos de personas de las nuevas invasiones al norte de la ciudad me trae recuerdos dolorosos. Evoco, por ejemplo, todo el tiempo que pasamos sin electricidad, sin agua potable y sin un lugar cercano para comprar alimentos. Las inclementes lluvias destruían las casas construidas y arrasaban con todo lo que encontraban a su paso.

De a poco el lugar, que alguna vez estuvo lleno de árboles y maleza, quedó despejado y habitado. Cultivamos lo más precioso que tenemos hasta ahora, amistad y respeto, los valores principales de mi barrio, somos una gran familia y nos cuidamos entre nosotros.

Lo primero que tuvimos fueron cañas para sostener el cableado rústico de electricidad para que cada casa tuviera un foco que alumbrara en las noches. El servicio de electricidad llegó de manera formal diez años después. Ni hablar de las líneas telefónicas, llegaron con las campañas electorales y las ofertas de los candidatos.

Los tanqueros repartidores de agua eran los más esperados; se pagaba hasta 5 sucres por cada tanque y con mis hermanos subíamos el agua en baldes y ollas hasta la casa. Pasaron diez años para usar una manguera que nos proveyera agua a ciertas horas para cocinar, bañarnos y lavar la ropa. Los inconvenientes surgieron cuando ciertos vecinos de las otras cuadras conectaron otras mangueras y disminuyeron el chorro de agua. Hicimos una minga para enterrar la tubería de casi un kilómetro de largo y acabar con el abuso.

Una escuela de caña ubicada en el sector donde botábamos basura se convirtió con el pasar del tiempo en un centro educativo con computadoras, cancha y una minipiscina gracias a la gestión de los padres, directores y una ONG. La iglesia Jesús del Gran Poder, una guardería –Los Chavitos–, un centro de salud, un parque con cancha de índor y vóley sin olvidar la línea de buses 127, que nos acompaña desde 1994. También por la gestión del párroco, un hogar para adultos mayores.

A pesar de las contrariedades, muchos formaron sus vidas, se prepararon y crecieron; otros emigraron para sostener sus hogares desde lejos; algunos ya partieron al más allá. Los 33 años vividos en este lugar me da autoridad para sacar mi conclusión de lo que significa invadir un sitio. Todo nace de la ilusión y el deseo de tener una casa. Se paga cierta cantidad de dinero a un traficante que solo se lo verá el día que entrega el lote de tierra y que al final nos deja a la buena de Dios, en espera de que lleguen los servicios básicos. Estas experiencias deben terminar. Vivimos en un mundo moderno en que los gobiernos deben resolver el grave problema habitacional.

Los ciudadanos merecemos planes de vivienda diseñados y planificados por el Municipio o por el Gobierno central, con todos los servicios básicos listos, de tal manera que nos preocupemos solo del pago por el sitio donde viviremos por el resto de nuestras vidas.