Si se dan el trabajo de releer el capítulo cuarto de la Constitución, los arrepentidos de Montecristi le darán la razón a quien habla de novelerías jurídicas. Ahora que se vuelve a hablar de justicia indígena es recomendable esa relectura, especialmente del artículo 171. Allí se materializa una de las confusiones más grandes de ese equívoco cuerpo constitucional y se encuentra la fuente de una larga cadena de problemas cuando se coloca en el mismo nivel a las “tradiciones ancestrales” y al “derecho propio” de “las comunidades, pueblos y nacionalidades indígenas”. No se sabe si quienes lo redactaron y quienes lo suscribieron (que no necesariamente fueron los mismos) se dieron cuenta de lo que estaban haciendo, pero no pueden ahora argumentar que no fueron advertidos. En ese tiempo ya hubo voces críticas que destacaban el error de aludir a la existencia de un derecho indígena.
Ahí está el problema central y hacia ese punto debe dirigirse el debate. Cuando se habla de justicia indígena, se tiende a destacar aspectos que sin son duda importantes, como los castigos físicos o la laxitud ante delitos como la violación, pero que en el fondo son secundarios frente a aquella disposición constitucional. Antes de tratar esos temas, que tienen que ver con la aplicación o con las prácticas y las sanciones, es imperioso ir al asunto de fondo, que es la paradójica situación de un Estado que se rige por más de un derecho. Aún más, es necesario debatir acerca de la existencia real de un derecho indígena.
Respecto de lo primero, resulta insólito que en un Estado unitario rija más de un derecho. Ni siquiera en los regímenes federales se presenta una dicotomía de esa naturaleza. Nuestra Constitución deja abierta la posibilidad para que se reconozcan no a dos, sino a tantos cuerpos de derecho como comunidades, pueblos o nacionalidades existan. Vale recordar que este camino fue abierto por el Convenio 169 de la OIT, recogido en la Constitución ecuatoriana de 1998 que, en su artículo 191, señalaba que “las autoridades de los pueblos indígenas ejercerán funciones de justicia aplicando normas y procedimientos propios para la solución de conflictos internos de conformidad con sus costumbres o derecho consuetudinario”. Sin embargo, ese cuerpo constitucional atenuaba las confusiones cuando ponía el adjetivo consuetudinario y, sobre todo, cuando aclaraba que esos procedimientos tendrán vigencia “siempre que no sean contrarios a la Constitución y las leyes”. En el fondo, lo que reconocía no era un derecho como un cuerpo doctrinario y orgánico de principios, procedimientos y leyes positivas, sino formas de administración de justicia bajo usos y costumbres tradicionales.
El segundo aspecto, la existencia o inexistencia de un derecho indígena, lleva a un debate prácticamente interminable. Sin entrar en ese difícil campo, lo único que cabe decir es que la multitud de personas que intervienen en él –juristas, antropólogos, historiadores y más disciplinas conexas– deben aportar previamente la evidencia empírica sólida de la existencia de ese derecho como tal y no como un conjunto aislado de prácticas originadas en la hacienda tradicional.