La España sofocada en estas horas por una crisis financiera y moral hace poco creía que gozaba de un apogeo que no terminaría jamás. Allá surgieron fortunas de la noche a la mañana, se construyeron edificios y casas aceleradamente, mejoraron las carreteras que ya había, los políticos pensaron que estaban casi en revolución… También se vivía una “aspereza civil” con intensa violencia verbal. ¿Y qué queda de aquel festín de alucinados? En Todo lo que era sólido (Barcelona, Seix Barral, 2013), Antonio Muñoz Molina –que acaba de recibir el Premio Príncipe de Asturias de las Letras– debate esta pregunta dolorosa y necesaria.

Muñoz Molina, escritor despojado de ataduras, intenta una explicación para ser responsable ante esa debacle nacional: “Solo se puede escribir en un estado de absoluta libertad. Un libro solo se puede escribir desde la posición del principiante”. La idea de que “todo lo sólido se desvanece en el aire” proviene de una versión literaria inglesa del Manifiesto comunista, y se refiere a la vocación transformadora de la burguesía del siglo XIX que derribaba cualquier creencia que no se ajustara a los designios del moderno capital. Marx y Engels (en traducción de Pedro Ribas) dicen: “Todo lo estamental y establecido se esfuma”.

Los pueblos experimentan instantes de esplendor, inventados o no, y también de la miseria que acompaña al derroche económico, social e ideológico. Este libro deja ver al fino novelista que va tejiendo una historia que parece irreal, pero que lo fue: cómo el pasado reciente se escapó de las manos a pesar de que había claros signos de que se trataba de un delirio, un éxtasis exagerado, una simulación de progreso; toda esa farra sustentada con el dinero público y el poder inmenso, y por gente que hacía poco tiempo se indignaba ante las pompas de los poderosos, pero que luego, con soltura y etiqueta, se bajaba de un carro oficial con chofer.

El medro político, según el escritor andaluz, fue una característica de ciertos individuos que se encaramaron en la burocracia estatal. “Para ganar muchísimo dinero de golpe, lo único que hacía falta era disponer de los adecuados contactos políticos”, afirma, refiriéndose a los nuevos ricos. En esa España, los dirigentes se interesaban menos en la comunicación con el pueblo y más en el impacto mediático y publicitario de sus apariciones. El despilfarro en festejos urbanos era indecente, pero, obsesionados por semejante despropósito, no pudieron ver lo escandaloso de sus actitudes. Hasta la ritualidad de la izquierda sucumbió ante la majestuosidad que implantó el franquismo.

George Orwell ayuda a explicar ese frenesí: “El lenguaje político está diseñado para hacer que las mentiras suenen a verdades y que sea respetable el crimen”. Así, los jueces nunca sancionaron los escándalos de los gobernantes porque el mérito para mantenerse en un cargo no era la inteligencia, sino la adhesión al líder. Para no recaer en el espejismo de una era de felicidad eterna, Muñoz Molina reclama una pedagogía democrática (enseñar democracia con el ejemplo) y una “serena rebelión cívica” que exija a los dirigentes de una sociedad saber que nada es sólido y que, al final, todo se desvanece en el aire.