Es difícil tomar en serio los últimos hechos sucedidos en el campo diplomático. Lo que pudo quedarse en el nivel de una bronca callejera, que solamente habría afectado al embajador que no supo o no pudo refrenar su reacción, se transformó en un episodio que tiene tanto de cómico como de absurdo. Cualquier norma de convivencia entre personas, mucho más entre países, aconseja bajar el tono frente a eventos de ese tipo. Es verdad que el embajador se vio llevado a ese plano, pero también es cierto que no fue capaz de controlar la situación y que el alboroto trascendió a esa herencia del autoritarismo fujimorista que es la prensa chicha peruana. Convertido en noticia y, sobre todo, transformado en detonante de una reacción desmedida de la opinión pública limeña, era necesario bajarle el perfil y buscar la solución menos traumática para todos. Dolorosamente para la trayectoria de un valioso funcionario de carrera, esa solución no era otra que su renuncia, como le pidió el canciller Roncagliolo al vicecanciller Albuja.

Pero, en lugar de actuar de acuerdo al sentido común y en función de los intereses del país, desde Quito llegaron las voces contrarias que le obligaron al embajador a permanecer en un cargo que de ninguna manera podría ejercer en adelante. Como en pelea de escolares, la justificación emanada desde las más altas esferas fue que las dos mujeres habían comenzado el incidente y que el embajador solamente reaccionó como ser humano. Independientemente de las connotaciones de género que, ya sabemos, no constan en el diccionario de esas esferas, la justificación demuestra no solamente el alto grado de desconocimiento del manejo de las relaciones internacionales, sino que expresa la concepción de la política que tiene el gobierno. Una concepción que tiene su mejor manifestación en los retos que se lanzan cada cierto tiempo a enfrentarse a puño limpio (a propósito, ¿qué pasaría si alguien le aceptara el desafío?). Finalmente, el asunto terminó con el sacrificio del embajador peruano –que no tocaba pito en este baile–, solamente porque había que demostrar que en materia de soberanía nunca habrá un paso atrás.

Mismos días, mismos personajes, mismas patinadas. El embajador norteamericano recibió doble tirón de orejas por asistir a un acto de conmemoración de la libertad de prensa. Resulta que en la interpretación oficial esa era una reunión política y de ninguna manera podía permitirse la presencia de un representante extranjero y menos todavía escribir una frase de uno de los fundadores de su país. Aparte de que van a tener que cuidarse los embajadores de los países amigos que asisten con frecuencia a la Capilla del Hombre y a otros sitios emblemáticos, hay un asunto de lógica que queda claro. La reacción oficial demuestra que considera a la libertad de expresión como propiedad de la oposición. Por tanto, cualquier acto en defensa de aquella constituirá una acción en contra del gobierno. Gran declaración de principios, que le deja sin argumentos para protestar cuando lleguen las acusaciones de atentados en contra de la libre expresión.