Hice una incursión en un par de centros comerciales el día 1 de mayo y me quedé aterrada. No soy afecta a las muchedumbres o espacios muy poblados por lo que sufrí como una excepción la experiencia de moverme entre muchísimas personas, y con este hábito de meditar, tal vez entorpecí el hecho con invasivos pensamientos. Y como tengo edad suficiente para hacer comparaciones realicé viajes mentales a otros tiempos.
Los números no mienten: la población ha crecido y la ciudad se ve y se siente en multitud. No insistamos en el fenómeno tránsito que es una tortura diaria, veamos nada más qué ocurre con cualquier servicio: hay que hacer fila para la más nimia atención, para renovar un documento, para matricular a un estudiante. Me gusta darme una vuelta por ciertos sectores de la ciudad en días de asueto para reparar en supervivencia de alguna arquitectura, en el testimonio de la vida que se concentra en portones y ventanas. Ya sea en mi querido barrio del Astillero o en la novedosa autopista de Samborondón, la gente se acumula.
En medio de la avalancha humana, reparo en un fenómeno económico para el cual no tengo sino las herramientas de la común observación. ¿Ocupamos un lugar productivo o fundamentalmente consumidor? Porque la proporción de quienes ofrecen frente a los que demandan es muy desigual. Sé que detrás de los objetos de las vitrinas se alinean ejércitos de manos invisibles que los han desde diseñado a elaborado, que quienes en ese momento nos “cantan” las maravillas de la adquisición son meros intermediarios, el último engranaje en la larga cadena del esfuerzo que implica el más mínimo producto.
En cambio, cuando miro al comprador me da por meditar en la existencia de una necesidad real que conduce ese consumo. ¿El acto de la compra estará verdaderamente justificado? ¿O acaso la adquisición irá a parar a la suma de objetos inútiles, al montón de cosillas fulgurantes que pronto se olvidarán en una repisa o que estorbarán en nuestro paso? Recuerdo un tiempo en que se hizo un llamado de atención a los maestros que pedían larga lista de útiles escolares que luego apenas se utilizaban.
La vida comercial se yergue sobre la dinámica de vender y comprar con ese intermediario gritón que es la publicidad. A más bulla, más ventas (estridencia que va desde la visual –deformación de la ortografía– a la terrible vocinglería que nos tironea en la puerta de los locales). Y los objetos se adueñan de nuestras existencias y hasta nos han convencido de que son la cifra de cierta felicidad. Hay que poseer, ser dueño de lo último. Veo cómo por Twitter los jóvenes intercambian información sobre flamantes posesiones electrónicas, siempre cambiantes.
¿A dónde con todo esto? A anhelos simples, me digo, a otro modelo de vida que se ha ido alejando con el tiempo. A la posibilidad de caminar sin tropezarme con gente ansiosa enredada en demasiados carritos con niños, a la frugalidad de conformarnos con poco porque poco necesitamos, a la paz interior de aquellos que no corren tras la posesión de objetos sino de oportunidades de mirar y apreciar los frutos de la inagotable condición humana. En algún momento se invierte la fórmula: menos consumo de cosas y sed de producción de ideas.








