A algunas les dijeron que eran ‘malas’, ‘mentirosas’, ‘que no valían’. Se los dijeron tantas veces, que se lo creyeron. Se lo dijeron los seres que ellas más amaban, y los que más decían amarlas. Se miraban al espejo, pero no apreciaban lo que tenían delante. A otras, un profundo dolor debilitó su fortaleza, las hizo tocar fondo. No podían levantarse solas, no pidieron ayuda o nadie creyó que la necesitaban.
Vulnerables, y sin ese orgullo que algún día tuvieron. Así estaban cuando les ofrecieron, o ellas mismas buscaron, algo que dicen que ‘levanta el ánimo’, un polvo blanco que cuando lo fumas te hace ‘feliz’, un ‘amigo’ que ahuyenta la soledad. Lo hicieron para huir de la realidad, para socializar o para recuperar ese amor propio con el que nacieron. Y tocaron más fondo aún.
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María Fernanda o Tanya Sofía, de 23 y 21 años, entraron al oscuro mundo de las drogas a los 16 y 18 años y, aunque lo han intentado, no han podido salir. En las esquinas de algunas calles, en medio de cuatro o cinco adictos recicladores, se las observa levantar una pipa artesanal y fumar ‘plo, plo’, ‘heroína’, ‘base’ o una mezcla de todo a la vez. Un escenario desolador en las veredas del barrio del Cristo del Consuelo y del Guasmo sur, en un frío y rústico pavimento hoy convertido en su ‘hogar’.
La escena se repite en más esquinas y rincones de toda la ciudad -no solo del Guayaquil marginal, suburbano o perimetral-, donde el ECU911 ha recibido 18.140 alertas por consumo de drogas en lo que va del año.
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No hay cifras de mujeres adictas en esa estadística, porque solo se registran aquellas que han ingresado a centros de rehabilitación autorizados, dos en Guayaquil, como la Unidad de Conductas Adictivas (UCA) del Instituto de Neurociencias, que ha aceptado a 117 mujeres este año, la mayoría de 20 a 35 años.
No hay disponibilidad de servicios suficientes para el acceso al tratamiento (para las mujeres), hay un estigma social que ya pesa sobre las adicciones y aún más si es mujer; y si son madres eso complica las cosas, porque si bien los hijos pueden ser el motor para un proceso también puede ser un motivo de abandono (...), hay un sinnúmero de situaciones que pesa sobre las mujeres, que hace que para las mujeres sea más vergonzoso pedir ayuda, tienen temor de que si lo reconocen pueden perder su familia, sus hijos
Diana Murillo, directora de la Unidad de Conductas Adictivas.
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El problema se vuelve complejo, añade la especialista, si ellas tienen parejas adictas o microtraficantes, o si tienen una dependencia emocional fuerte, como en los casos de María Fernanda y Tanya Sofía.
Ellas siguen al grupo porque les dan su dosis o porque su pareja también está presa de una adicción, término considerado por la Organización Mundial de la Salud como “una enfermedad física y psicoemocional que crea dependencia o necesidad hacia una sustancia”, “una enfermedad progresiva y fatal, caracterizada por episodios continuos de descontrol, distorsiones del pensamiento y negación ante la enfermedad”.
Las mujeres adictas, recalca la psiquiatra y experta en adiccionología Julieta Sagñay “buscan la figura de protección a través de un traficante”. “Muchas han sido internadas en clínicas clandestinas y ahí las tratan mal, las violan, las ponen a vender droga. La mujer tiene mucha desventaja, es muy maltratada por el traficante, la obligan a vender, a prostituirse”, explica la especialista, quien cree que “el consumo de ellas es más solapado en las familias, solo las internan cuando ya se sale de los límites”.
La H y sus mezclas, los tipos de droga que se consumen en calles
Otras mujeres adictas, en cambio, han sido atraídas a las drogas para asaltar o cometer delitos. Este año, hasta agosto, la Policía ha detenido a 302 mujeres por delitos relacionados con el tráfico de drogas en la provincia de Guayas. El año pasado se arrestó a 584 y en 2021 a 696. Entre las muertes violentas que se atribuyen al negocio de las drogas, el número de mujeres también ha aumentado, pasó de 138 a 410 en el periodo 2018-2022. Este año, hasta agosto, han sido asesinadas 384 mujeres.
No es un problema nuevo las adicciones en las mujeres, lo nuevo, cree Sagñay, es que hay cuatro adictas por cada diez varones en adicción y que la mayoría fuma H, una droga que deteriora más rápido el organismo. “Por eso tienen bajo peso, el consumo se ha disparado, ellas llevan la peor parte, las familias las expulsan de sus casas porque se cansan de gastar dinero y que no se recuperen”, comenta Sagñay, exlíder del plan municipal Por un Futuro sin Drogas. En las adicciones, las recaídas pueden afectar al 60 % de pacientes.
María Fernanda y Tanya Sofía han tenido más de una recaída. Su organismo, cada vez más deteriorado, se vuelve presa fácil de enfermedades oportunistas como la tuberculosis, la bronconeumonía o la gangrena en las llagas que ellas mismas provocan. Su pronóstico de vida en las calles -lamenta la psiquiatra Sagñay- dependerá de estas enfermedades y del tratamiento que reciban. “No se mueren por el consumo sino por esas enfermedades, o por sobredosis”. (I)
María Fernanda: Empecé a fumar para ser feliz, ahora para no sentir dolor
María Fernanda Ochoa tiene laceradas por llagas la piel del rostro, de sus delgados brazos y de sus piernas. Con su cabello recogido con descuido, las manos y las uñas ennegrecidas y una chompa amarrada a la cintura, ella espera que Eduardo, Adrián y dos adictos más terminen de reciclar los cartones, las botellas de plástico y los metales que han conseguido hasta el mediodía de un miércoles de agosto pasado, en el barrio del Cristo del Consuelo, en Guayaquil.
Tiene 21 años y desde los 16 comenzó a consumir marihuana, empujada por las discusiones constantes que tenía en casa con su mamá.
- ¿Por qué discutían?
- Se iba y me dejaba con mi padrastro.
- ¿Él te trataba mal?
- No, mi mamá me maltrataba.
El último recuerdo, y el más bonito, que tiene Fernanda de su vida pasada fue el festejo de sus 15 años. “Me hicieron una fiesta con damas y caballeros, y me regalaron un celular”, cuenta esta joven de 21 años y que llegó hasta primero de bachillerato en el colegio Eloy Alfaro, en el sur de Guayaquil.
Algo pasó en el camino a sus 16 años que le hizo perder el rumbo. María Fernanda prefiere el silencio. Mira a su alrededor ansiosa de que sus amigos terminen pronto el reciclaje y en la espera recuerda que fue una amiga la que le dio a probar marihuana. “Empecé a fumar para ser feliz, pero ahorita uno compra para no sentir dolor, porque da escalofríos, duelen los huesos”, dice esta joven que aconseja no acercarse al “mundo” del que “no se puede salir”. “Es mejor si no la prueban (la droga)”, recomienda María Fernanda Ochoa, de ojos grandes, piel canela y voz pausada.
En las aceras aledañas al mercado de Leonidas Plaza y la B, los vecinos conocieron a María Fernanda cuando era una niña. “Nació aquí, aquí se crio. Da pena verla así, pero también da coraje”, critica un jubilado que la mira desde el portal de su casa y que cuenta que la mamá de María Fernanda está en Italia, que hace unos años vino y la internó en un centro de rehabilitación. “La chica salió cambiada, más bonita que usted, pero a los tres meses volvió a las calles”.
Hoy María Fernanda consume heroína, cuatro dosis diarias, pero no cuenta lo que hace para conseguir los $ 2 que vale cada una. Las pulseras, aretes o anillos que luce en las manos, dice, se los han regalado sus amigos, que hallaron estos accesorios hurgando en la basura. Esa mañana, ellos terminaron de reciclar, se levantaron y se marcharon. Ella los siguió, hasta la siguiente esquina. (I)
Tanya Sofía: He recibido tratamientos, pero la mente de nosotros es débil
La blusa de cuello redondo deja al descubierto la fragilidad de la silueta, los huesos de la clavícula marcados sobre la piel y los finos brazos. Su extrema delgadez no es atribuida a una dieta, es consecuencia de los cinco años que lleva ‘perdida’ en el vicio de las drogas.
A los 18 empezó a consumir hache. Su hermana mayor, también adicta, compartió con ella una sustancia blanquecina que -asegura- probó por “curiosidad”. Desde entonces, esta guayaquileña no ha podido recuperar su voluntad. Cada vez que intenta apartarse, el dolor que experimenta durante las horas de abstinencia la debilitan hasta recaer nuevamente, adormeciendo su mente y sentidos por unos 45 minutos, hasta que su cuerpo le pide una dosis más.
“Se sienten unos dolores en los huesos, es una desesperación que te coge. La gente no sabe lo que se siente, piensa que no dejamos (las drogas) porque no queremos o porque no nos da la gana de cambiar”, dice Tanya Sofía, una joven de risa contagiante que se ‘activa’ al fumar una combinación de polvos en la vereda de un local comercial cerrado, en la cooperativa Julio Potes, del Guasmo sur.
‘Yo me escondía para fumar, hoy fuman de frente’: las cuatro generaciones de la cocaína en Ecuador
No está sola. Junto a ella están tres jóvenes, dos de ellos -también bajo los efectos de la droga- escarban en la basura en busca de artículos para reciclar, y el tercer chico permanece casi inmóvil, dormido o ‘desactivado’ en la acera.
Al ver el estado de su amigo, Tanya Sofía insiste en que es difícil escapar. Ella recuerda haber recibido tratamiento, pero “la mente de nosotros es débil”. En su desesperación por conseguir estas sustancias, confiesa que llegó hasta robar los enseres de su casa. Hoy y desde hace unos tres años, este vicio se lo costea su pareja, un hombre que recicla y, además, vende pequeñas dosis que esconde en su gorro tejido.
La joven, mientras lo observa con temor, recuerda que estudió hasta segundo año de bachillerato en un plantel de la Floresta. Quisiera retomar el último curso que le faltó para graduarse, aunque prefiere no comprometerse. “Es mejor no decir nada, porque después no pasa”, añade Tanya Sofía, quien a sus 23 años aspira a sanarse por ella y por su pequeña hija, de 6 años. Su exsuegra la cuida y apenas la puede ver en las escasas fotografías que le comparten. (I)