Por José Miguel Valera*
Hay momentos en que el amor ya no alcanza. Cuando una pareja llega al límite, surge la pregunta inevitable: ¿divorciarnos o seguir intentándolo? Si bien toda relación atraviesa crisis, hay señales que pueden indicar que se ha llegado a un punto de no retorno.
Uno de los indicadores más claros es el desprecio persistente: cuando uno o ambos miembros de la pareja ya no solo discrepan, sino que se descalifican, ridiculizan o ignoran de forma habitual. Otro es la repetición de daños graves sin reparación real: infidelidades múltiples, violencia física o psicológica, adicciones sin tratamiento o abandono emocional crónico.
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También lo es la pérdida total del proyecto compartido, cuando ya no hay ni afecto, ni admiración, ni deseo de reconstruir: lo que Gottman, psicólogo investigador de parejas, señala como sentido de trascendencia.
Sin embargo, no se trata de rendirse ante la primera tormenta. Muchas parejas pueden sanar y fortalecerse tras crisis profundas si hay voluntad mutua y trabajo terapéutico.
Pero si una parte insiste en negar, minimizar o evitar el cambio, el ciclo destructivo se vuelve insostenible. En este caso la separación o divorcio es lo más sano para todo.
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Cuando la decisión de separarse se vuelve clara, lo más importante es cómo hacerlo. Especialmente si hay niños, el divorcio no debe vivirse como una guerra, sino como una reconfiguración de la familia.
Es recomendable considerar algunas claves para llevar el proceso de una separación de forma respetuosa y amable, como evitar usar a los hijos como mensajeros, espías o aliados. Ellos no deben cargar con la carga emocional del conflicto adulto; buscar apoyo terapéutico, individual o en pareja, para gestionar el duelo, las emociones y los acuerdos; practicar la comunicación clara y empática, en lo posible mediada, para evitar que escalen tensiones innecesarias; establecer rutinas claras y afectuosas con los hijos que les den seguridad en medio del cambio; y validar el dolor de los niños, pero no intoxicarlos con el propio.
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Frases como “mamá y papá ya no van a vivir juntos, pero te amamos igual que siempre” son más útiles que discursos llenos de reproches.
Separarse puede ser un acto de responsabilidad, no de fracaso. A veces lo más valiente no es quedarse a resistir, sino reconocer con honestidad que ya no se puede seguir remando en una dirección que drena, desgasta y apaga. Hay relaciones que, por más amor que se haya sembrado, por más promesas o recuerdos, ya no tienen raíces que sostengan el presente ni alas que proyecten futuro.
Separarse no es romper todo, es reorganizarse con conciencia. Porque también es amor saber irse a tiempo, sin gritar, sin vengarse, sin dejar ruinas. A veces amar también es saber soltar con respeto… y tener el coraje de construir paz, incluso desde la distancia. (O)
*Psicólogo y sexólogo.
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