Desde que las campañas electorales se convirtieron en el baratillo de ofertas, cualquier anzuelo es útil para pescar un voto. En este momento, la autorización para portar armas se destaca entre la cantidad de promesas insostenibles. Políticos de todos los colores se han adherido a una posición que hasta hace poco era patrimonio de la derecha más extrema, esa que se niega a ver el complejo origen social, económico e histórico de los problemas y cree que la fuerza es la única solución. Por ello, no llama la atención que un legislador de esa tendencia presente un proyecto con el objetivo de armar a las personas de a pie, supuestamente para que se encarguen del problema de la seguridad. Pero sí sorprende que el discurso haya calado en los sectores que entienden algo más de las características y del funcionamiento de la sociedad.

Los especialistas en el tema demuestran, con cifras y estudios serios, que la política de poner armas en manos de los civiles justifica plenamente aquella máxima popular que alude a remedios que son peores que la enfermedad. En lugar de bajar, se incrementan y se hacen más violentos los índices de delincuencia y de crímenes. Ello, no solamente porque un arma convierte a un pacífico ciudadano en un potencial asesino (aunque sea en defensa propia), sino también porque los delincuentes, presumiendo que su víctima está armada, abandonan la táctica de la amenaza para pasar directamente a la acción. Además, como efecto indirecto se incrementan las tasas de suicidios y de asesinatos intrafamiliares, especialmente de mujeres. Por esas razones, si alguien sostiene que algún país del mundo ha podido combatir a la violencia y a la delincuencia de esa manera, está mintiendo de manera descarada.

Por otra parte, armar a la sociedad es reconocer el fracaso del Estado. Desde el siglo XVII, cuando Hobbes y Locke sentaron las bases de lo que más adelante se denominaría el contractualismo, se fue materializando la idea de adjudicarle al Estado el monopolio del uso de la fuerza.

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Esos autores sostenían que, para evitar volver al “estado de naturaleza”, donde el único orden es la guerra y se impone la ley del más fuerte, es necesario que las funciones y facultades que garantizan la vida en comunidad se trasladen a un órgano político, representativo de la sociedad. La promulgación de leyes, la administración de justicia y el control del orden público son las potestades que deben estar a cargo de ese órgano político. Eso es lo que se entiende por monopolio del uso de la fuerza. Quitarle una de esas funciones –la de protección de la ciudadanía y del orden público– significa erosionar las bases del Estado de derecho y transitar hacia el imperio de la violencia y la anarquía.

Solo la desesperación explica que los candidatos que aspiran a dignidades públicas, esto es, a cargos estatales, adhieran populistamente al clamor por las armas. La justificación más socorrida por esos personajes es que las instituciones responsables no funcionan y están invadidas por la corrupción. Entonces, cabe preguntarles si creen sinceramente que implantando la ley del gatillo fácil van a resolver el problema y, sobre todo, para qué quieren alcanzar esos cargos si no es para cambiar las cosas.

spachano@yahoo.com

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Solo la desesperación explica que los candidatos adhieran populístamente al clamor por las armas.