Centenares de migrantes venezolanos caminan diariamente por la Panamericana con dirección a la frontera de Ecuador con Colombia. Su objetivo es retornar a su patria antes de ser alcanzados por la pandemia del COVID-19 en tierras lejanas.

Ellos cargan equipajes sobre sus cabezas, en sus espaldas, o empujan pesados coches o carretas improvisadas que no les permiten voltear a ver el camino que dejan atrás.

“Prefiero contagiarme de COVID-19 en mi casa, con mi familia aunque sea sin comida. Acá también ya no tengo trabajo ni comida y tampoco a mi familia. Tengo que volver a mi país, no me queda más”, dijo Johana Romero, migrante.

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Romero cuenta que hace un año y medio llegó a Máncora, en Perú, y que desde allá enviaba dinero a sus hijos, pero con el virus su vida cambió.

“Dejamos de trabajar y no teníamos ni para comprar comida, peor para pagar la renta. Ahora no hay transporte y por eso nos toca caminar. Llevo ocho días caminando, en algunos puntos nos dan cola (un aventón) y avanzamos, pero otros días, como hoy por ejemplo, nadie nos lleva y nos toca caminar”, manifestó Romero.

La mujer viaja con otros seis compatriotas, ellos tomaron un descanso en las afueras de Ibarra (Imbabura), en una estación de servicio donde varios grupos de venezolanos se sientan en el piso y se alimentan.

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“Gracias a Dios la comida no nos falta, hay personas que nos ven y nos dan alimentos, agua, jugos, frutas, y otros nos regalan monedas, con eso tomamos fuerzas”, detalló el hermano de la mujer, Jhony.

Al preguntarles si no temen contagiarse de COVID-19, ellos cuentan que tienen más miedo de perder la vida lejos de los suyos. “Nosotros llevamos alcohol, agua, desinfectante en nuestras maleticas, y las mascarillas o cubrebocas las lavamos cada noche para volverlas a usar el siguiente día, así nos cuidamos”, relató el hombre.

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Las historias más tristes las viven los niños, ellos muy agotados ayudan a sus padres con los equipajes y otros también cargan a sus hermanos menores en brazos o en la espalda.

Los infantes con su inocencia juegan y dicen disfrutar de la naturaleza, pero también comentan que a veces sienten hambre o frío. “Con la ayuda de Dios vamos pa’ lante, hay gente buena que nos ayuda y esperamos cruzar la frontera legalmente. Ojalá nos atiendan las autoridades para evitar los pasos ilegales”, dijo optimista Alberto Laya, quien manifestó que llevaba 15 días en la vía.

En cambio, Carlos Guarena caminaba muy ágil empujando la carriola de su pequeña Valentina, de 1 año 10 meses de edad. Él cuenta que la madre de su hija los abandonó y que la fe lo mantiene en pie.

“Viajo solo porque a mi hija no le gusta la mascarilla ni nada que le cubra el rostro y no quiero que se contagie. Tengo miedo, pero tenemos que seguir porque en Perú no tenía quién la cuide y no podía trabajar. El dueño de la pieza donde vivíamos nos botó”, recordó este migrante entre sollozos.

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Álvaro Castillo, gobernador de Imbabura, dijo que a diario se observan grupos de migrantes caminando, pero no se puede habilitar un corredor humanitario ya que hasta el momento no existen acuerdos con las autoridades de Colombia, que tiene cerrado el paso fronterizo por el COVID-19. Por ahora los dotan de alimentos.

En las noches, los caminantes buscan lugares seguros para pernoctar, hay madres que lloran mientras empujan las carriolas de sus bebés y piden ayuda a gritos, alzando las manos a los vehículos que circulan por la vía, aunque en la mayoría no son escuchadas.

Mientras ello sucede, el canciller de Ecuador, José Valencia, requirió ayer a la comunidad internacional nuevos flujos de financiamiento en condiciones favorables y financiamiento no reembolsable para el sector productivo y otros programas a favor de la ola migratoria, que se ha agravado estas semanas en medio de la emergencia sanitaria. (I)